Escúchame
bien, Sara, que tengo que decirte algo importante y no debo empezar ya con rodeos.
San ha muerto. ¿Recuerdas quién es San…? Eso es, el perrito que tenía celos de
ti y, por eso, cuando te acercabas a él, sentía como pelusilla y se marchaba a
otro rincón.
Era ya muy
viejecito y apenas si comía los últimos días. Pasaba las horas echado en su
cestillo, sin fuerzas para nada y como resignado a su suerte. Sus dueñas lo
cuidaron con cariño hasta el último momento y se han sentido muy tristes estos
días. Si tú lo hubieras visto, echadito en su cama, los ojos ya difusos,
grises, y manando tristeza. Yo creo que se sentía mal por tenerse que despedir
de sus dueñas, de sus amigas de siempre: Julia, Claudia y Julina. Ya no ladraba
casi, ni se encabritaba como cuando olía la presencia de algún otro perro o de
otra persona cerca de su territorio y después se aquietaba con la presencia que
le asustaba siempre. ¿Recuerdas las Navidades, cuando tú correteabas detrás de
él y él te huía, hasta que volvía ya cansado para pasear por debajo de la mesa,
en busca de cualquier sobra que le regalaba el abuelo Ángel.
El abuelo Ángel
tampoco sabe que San, Sansón, se ha ido para siempre. Yo creo que aún sigue
tirando comida al suelo en espera de que San la recoja y se la coma; ya sabes
que él vive en una lucidez especial. No se lo han dicho para que no se ponga
triste él también.
San murió
delgado, pero con la barriga hinchada y las patitas encogidas, como si quisiera
abrazarse a sí mismo en un último ensayo de cariño.
A San lo han
enterrado en la esquina de un prado, bajo el sol y mirando a la sierra. Allí,
en el hondo silencio, cara al cielo, seguirá manteniendo la tristeza de todos
los que lo quisieron tanto. También la tuya, Sara. Porque tú lo querías y
preguntabas por él cada vez que venías hasta nosotros. Pero no te preocupes
porque siempre estará él allí y su recuerdo errará por los prados y las calles,
y se irá hasta la sierra para mirar de frente las estrellas, en las que ya
tendrá también su camita y su cestillo.
Sara, al
abuelo Antonio le mordió un perro cuando era pequeño, por eso siente cierto
reparo ante los ellos; pero San era suave y pequeñito, incapaz de otra cosa que
de ladrar para refugiarse enseguida en el silencio. San te quería mucho: yo lo
sé, y sé que esos celos que tenía de ti eran fundados porque tú te llevabas
casi todos los mimos. Hoy, Sara, niña de todos, debemos mandar a San los mimos
y las caricias que a ti te damos siempre, también las tuyas, para que se sienta
protegido y recordado y para que sepa también que él era digno de los mejores tratos.
Como él
seguro que nos ve, mira hacia el cielo y mira al horizonte. ¿No lo ves allí,
con su pelo esponjoso y con su rabillo tieso? Nos está saludando y a ti te dice
que no tengas en cuenta lo de los celos. Salúdalo también y mándale un abrazo
tan grande como el cielo, azul, luminoso y fuerte.
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