Hace ya más de dos mil años, el sabio
romano Cicerón escribió una obra de reflexión con el título de Cato maior de senctute liber; en ella
trataba de elogiar ese último período de la vida que llamamos vejez, tercera
edad, mayores, ancianos… o que denominamos con otros mil eufemismos.
Eran cuatro las afirmaciones que
trataba de refutar: la primera es la de que la vejez limita la actividad; la
segunda es la de la pérdida de la fuerza física; la tercera es la que afirma
que la vejez hace perder placeres; la cuarta es el análisis sereno de la proximidad
de la muerte. Reflexión amplia esta que abarca muchos predios y que da para un
libro de filosofía moral tan importante. De los cuatro apartados sale airoso,
pero siempre con la realidad inmediata y constante de que la vejez es la vejez
y nadie anda demasiado gozoso con su presencia. Era esta, por cierto, época en
la que el senado y los senadores, o sea, los senex, representaban la máxima auctoritas
por su experiencia y por su saber acumulado a lo largo de la vida.
Pero los tiempos cambian, aunque la
edad lo sigue mudando todo, y hoy la vejez, la senectud, más larga y más
cuidada, ha perdido prestigio y esa auctoritas
que da la confianza para creer en ella y para dejarse guiar por sus
consejos y por su sabiduría.
Mejor es no pasar de los cuarenta sin
tener una situación vital algo segura porque, si no, solo nos va a quedar el
camino de la pensión no contributiva y la mendicidad social. Otro tanto le
aguarda al que aspire a cualquier representación social si no aporta esa
juventud biológica que parece asegurar la cima de cualquier actividad. Mejor es
no mirar la publicidad ni detenerse en enumerar los seres que marcan época con
su fama en deportes, música, cines y demás parafernalia social. Hasta los
partidos políticos aseguran cuotas a sus juventudes por el hecho de serlo. No
conozco que hagan lo mismo con los ancianos, y eso que cada día son más, algo
que les va a asegurar cuota en cuanto alcen la mano pidiéndola.
La vida gira y gira produciendo y eliminando,
renovándose siempre, como una rueda que vive de la inercia y que no necesita que
nadie la empuje. Oponerse a ello es dar coces contra el aguijón. Pero no
ordenarla en la serenidad y en la calma, en la razón y en el sosiego, en la
experiencia adobando la fuerza del nuevo impulso es tal vez subvertir la
capacidad del ser humano y dejarse llevar por el sol que más calienta y por el
azucarillo que nos ponen en la boca. Y ese caos ordenado es el que nos salva y
nos puede hacer la convivencia algo menos grata y un poco más placentera.
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