“Lo que mide el resultado de una obra
es la ambición, amiguito. La ambición fracasada es mil veces más valiosa que la
falta de ambición colmada”. Son algunas de las palabras que dice Octavio
Saldaña a Ángel Ballesteros casi al final de la novela Mirlo blanco, cisne negro, de Juan Manuel de Prada.
Con este autor tengo siempre que
aplicar la separación obligatoria entre
pensamiento de la persona y labor de escritor. Aquí me interesa la creación
literaria y creo que puedo afirmar que Juan Manuel de Prada es un novelista de
largo alcance porque domina las formas y los ritmos de narración de una manera
sobresaliente. Y baste ya como afirmación general.
La novela plantea numerosos planos y
tramas, que yo creo que el autor engarza con maestría, Pero me interesa especialmente
el desarrollo de todo lo que produce y procesa el mundo de la creación y, sobre
todo, el mundillo de la publicación y de la representación literaria. Poco me
importa que el escritor venga a desnudarse y tal vez a vengarse de situaciones
probablemente personales; lo que interesa es que en ese mundo caben todos los
que aspiran al triunfo en el proceso de la creación literaria.
Las preguntas se agolpan y se
atropellan: ¿Qué es eso de triunfar?, ¿cuántos realmente triunfan?, ¿qué
exigencias propone el camino del triunfo?, ¿en qué medida el autor tiene que
adecuarse a los gustos del público lector?, ¿son las editoriales las que marcan
la pauta de la creación?, ¿a qué tiene que renunciar un escritor de su escala
de valores y de su vida diaria para acercarse al triunfo?, ¿tiene algún peligro
posterior, para la vida y para la creación, el triunfo?...
Podría parecer que el mundillo de la
creación solo importa a los que publican y a los profesionales de la crítica o
de la distribución. No hay tal cosa. Esto tiene un alcance mayor pues, en
realidad, es lo que sucede en la vida con cualquier profesión. Si así no fuera,
todo quedaría en un chascarrillo para iniciados y para minorías. El creador
protagonista de la novela, Alejandro Ballesteros, termina acomodándose a los gustos de las editoriales y
a los beneficios de la vida sin riesgos y de dinero seguro; pero le queda para
siempre la comezón y el recuerdo de aquel creador que se había negado a seguir
la corriente de los gustos fáciles y productivos.
Me gustaría concretar muy bien qué es
eso de triunfar y en qué consiste exactamente. ¿En nombre de qué?, ¿con qué
canon?, ¿con qué escala de valores?, ¿para qué? Porque, si triunfar para un
creador literario es vender muchos libros, no parece descabellado que ponga
todos los medios para ello, incluso con vejaciones que, de otro modo, no aceptaría.
Bien distinto resulta si entiende el triunfo como el logro adecuado entre sus
ideales literarios y sus resultados creativos; o la aceptación de los más
entendidos, por más que no llegue a la mayoría.
El mundillo de la creación está hecho
de muchas menudencias, de demasiadas minucias y de inconfesables vanidades. Sin
ellas, muchos castillos y castilletes se caerían y se los llevaría el viento. Qué
pena, porque el oficio de crear se antoja maravilloso. Sobre todo si no se
somete a todo el resto del proceso.
Tal vez también ocurra con esto como
con el dinero: todo el mundo lo desea, pero no todo el mundo está dispuesto a
dar la vida por conseguirlo; hay gente que no mueve ni un dedo por algo tan
pasajero. Hay en la vida mucho cisne negro que deslumbra al mirlo blanco.
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