“Las nubes estaban bajo
sus pies”, escribía Petrarca. Aludía a la figura de la persona que se
abstrae y que busca la visión panorámica por encima del detalle particular, que
realmente se remansa en la vista del bosque frente al dedo y el pormenor.
En realidad, estaba poniéndole mojones al concepto del
intelectual, concepto que, en buena medida, se debe también a él, en aquel
lejano despunte y ruptura del largo período medieval.
Han pasado muchos siglos desde entonces y la asignación de
este epíteto sigue realizándose con demasiada alegría, en cualquier situación y
sin demasiado rubor por parte de algunos. A partir de cierto nivel de títulos
académicos, uno parece que está ya a las puertas del prado de la intelectualidad.
Lo mismo sucede con ciertas profesiones.
Yo me declaro incompetente también en esto y, por ello,
debería abstenerme de opinar; pero debo confesar que, con mucha frecuencia, me
sonrío, hago una mueca y procuro volverme hacia mí mismo, como dando a entender
que aquello no va conmigo.
El mismo autor italiano dejó dicho que al intelectual le
adornaban las virtudes y los vicios de la torpeza en las actividades físicas y
que tuvieran que ver con el movimiento mecánico. De la misma manera, se
desinteresaba por eso que llamamos aspectos más prácticos e inmediatos de la
vida. Ese despegue de los elementos y actividades físicas le permiten el tiempo
y la atención necesaria para emplearlos en la mirada más general y en la búsqueda
de la esencia y los conceptos.
Es un genérico con el que tal vez esté de acuerdo, pero con
muchos matices. Conozco personas con habilidades manuales extraordinarias y no
menos capacidad para abstraer y pensar. Y sé de personas que ni “manitas” ni
inteligente.
Tampoco estoy muy seguro de que la definición de intelectual
se mantenga incólume a lo largo de los siglos y no se adapte al cambio de los
tiempos.
En todo caso, lo que realmente me importa es el acomodo que
del concepto puedo hacer a mí mismo, como persona que puede manipular y pensar.
Me río al considerar mi realidad y me reservo la golosa de lo que descubro. En
realidad, es un ejercicio que realizo de vez en cuando. Y no sé siquiera si eso
de ser intelectual se puede definir, ni quién se puede incluir en tal categoría,
ni si es bueno o malo pertenecer a ella o estar al otro lado de la valla.
Pero juro que no es mal ejercicio, porque semeja un examen de
conciencia y te empuja a modificar cosas o a seguir en el mismo vagón del tren.
Al fin y al cabo, otros días juega uno a las cartas, o se da un paseo, o
incluso se queda perplejo viendo pasar las horas y la luz que las acompaña
hacia ese destino desconocido al que parece que nos invita para que la
sigamos.
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