Media vida despotricando contra los valores de la meca del cine y
resulta que le dedico unas cuantas horas a la lectura de la obra Mi pecado, del escritor Javier Moro. En
ella se describen, con numerosos detalles y pormenores, las aventuras de la
actriz Conchita Montenegro, quien, en los años 20-30 del siglo veinte y con tan
solo diecinueve años, se embarcó en la aventura
americana de triunfar en el arte del cine.
El siglo pasado es, sin duda, el siglo del séptimo arte. Pero yo nunca
he entendido qué es eso del séptimo arte, o, mejor dicho, cómo se describe.
Siempre he visto que mucho de él se concreta en el galmur y en los cotilleos
amorosos, que olvidan las articulaciones artísticas de las películas y se
entregan totalmente a los nombres de los famosos que las protagonizan. Y
siempre para ensalzar o denostar sus cualidades físicas y, sobre todo, los
enredos amorosos, o más bien sexuales, en que se hallan metidos cada dos días y
el del medio. Hasta el punto de que se promocionan y se inventan estos
escarceos con tal de mantener a la manada con el morbo en danza y dispuesta a
que le echen de comer estas apariencias y se olviden de cualquier otro elemento
creador. Una vez establecida la cadena, ya solo hay que seguir alimentándola y
echándole de comer nuevas imágenes para hacerla más grande u olvidarla, según
convenga al que decide.
Eso mismo y no otra cosa es lo que le sucede a esta Conchita Montenegro,
de la que no se apunta que jamás se esforzara ni en la preparación personal ni
en apuntar ni una sola idea que mejorara la vida de los demás, sino únicamente
la disposición, a cualquier precio, para conseguir el éxito que solo consiste
en la fama y en tener seguidores aborregados y fanáticos, a ejercer de diva y a
aparentar que se desenvuelve en otros niveles distintos del común de los
mortales. Apenas se dejan traslucir, en este libro y en este caso, el asunto de
las películas en español en el Hollywood de habla inglesa, el difícil paso del
cine mudo al sonoro, o la amistad obligada del grupo de hispanos en Los
Ángeles, por su soledad y ninguneo, o, en fin, algún pronunciamiento aislado a
la hora de la proclamación de la segunda república. Y de todo esto la tal
Montenegro ni palabra, como si con ella no fuera nada. Su gloria era la
conquista de la cama con el actor más influyente y la consecución de un papel
en cualquier película que la hiciera famosa y diva. Ya ven, famosa y diva, qué
currículo tan interesante. Y para ello, lo que haga falta, ya me entienden. Me
vienen a la memoria las palabras complacientes de otra diva española más
reciente con las que se ufanaba de haber sido “la primera española que había
frito unos huevos a Marlon Brando”. No me dirán que no es mérito, ¿eh? Como
para recibir ya directamente la medalla de las bellas artes.
No, definitivamente no. No ha mejorado mi impresión del mundo de
Hollywood con la lectura de este libro; más bien se ha confirmado y reafirmado
la que ya tenía antes de ahora.
Generalizar es sencillamente jibarizar la verdad, y eso es muy injusto;
pero tengo la impresión de que hay mucha Conchita Montes por ahí, y muchos
actores y actrices de lo más deseados (ya me dirán para qué) cuyo principal
mérito es someterse a las leyes implacables del éxito y de la fama con suma
docilidad. Y, si realmente resulta necesaria tanta concesión, alguien tendría
que levantar la voz y exigir que su trabajo sea valorado más por la
interpretación y la creación que por los modelos físicos. Si esto no es así, al
menos tendrían que entender que lo mismo que se levanta una figura se destruye,
y lo mismo que hoy son ensalzados mañana serán simplemente olvidados. Ambas
soluciones me parecen crueles e injustas.
Otro tanto, por supuesto, sucede en el mundo deportivo, o en el musical,
o en el de la moda. A ver si va a ser una constante universal…
Lo más inquietante no es que existan los divos y los famosos de cristal;
lo peor es la existencia de esas legiones de seguidores descontrolados y
fanáticos que los alimentan y hasta los exigen. Ese síntoma social es el que a
mí más me preocupa, por todo lo que deja intuir detrás de él.
Conchita Montes se apartó del mundo del cine a una vida cómoda en la
convivencia con un diplomático. Se podría discutir si fue una cobardía
acomodaticia o un proceso razonado: aquí importa menos y nunca se me debería
ocurrir a mí negar la libertad de cada cual a hacer con su cuerpo y con su vida
lo que le venga en gana, solo critico la escala de valores en la que se
disfraza tantas veces la creación y el arte. La mayor parte de los que lo
intentan pagan la osadía con el olvido y la miseria. Es un precio muy alto,
demasiado alto.
La creación y el arte resultan muy hermosos. La explotación que de ellos
se hace resulta más grosera y menos clara. ¿Será que el mundo es simplemente un
gran teatro?
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