Con la rutina en marcha, todo vuelve al aroma de lo conocido, todo nos
suena a algo ya visto y casi nada nos resulta totalmente extraño. El mundo de
la política es un referente por lo público, porque los medios nos tienen comido
el coco con ella y porque nosotros nos dejamos llevar por la caja tonta,
cómodos y pastueños.
Ayer vi la última parte de la comparecencia de José María Aznar,
expresidente del Gobierno, en una comisión parlamentaria. Menos mal que solo se
me ocurrió asomarme a la tele cuando aquello tocaba a su fin. De buena me
libré. Después he visto cortes y reportajes que me confirman en lo que digo.
No tengo precisamente buena opinión del señor Aznar, porque me parece el
principal responsable de muchas de las peores cosas que han sucedido en España
durante los últimos años: guerras, mentiras, leyes del suelo, liberalismo sin
controles, corrupciones, chulerías… Una cadena de despropósitos. Tengo que
tener cuidado para no ser parcial en mi opinión. Pero, por más cuidado que
pongo, no me sale casi ningún adjetivo positivo para añadirlo a su nombre o a
su cargo.
Su comparecencia ante los representantes públicos me pareció, en la
parte que yo vi, de un tono casi de matón, de acusación en lugar de respuesta
tranquila y razonada, de negación de cualquier evidencia, en una intención
preconcebida de sostenella y no enmendalla. La sentencia sobre el caso de esa
financiación ilegal y caja B del PP la dictará un juez y a ella tendremos que
atenernos; pero, sea esta cual sea, no hay que ser muy perspicaz para poder
afirmar que hubo irregularidades evidentes, continuadas y organizadas, que
aquello parecía un cortijo o una plantación bananera. Y el principal
responsable público fue precisamente él, el presidente del partido. Pues por la
comisión pasó como si siguiera siendo el sériff del condado, repartiendo
complacencias y perdones, acusaciones y hasta consejos. Lamentable.
En los bancos se sentaban los representantes de los partidos políticos.
Y me dejaron el mismo mal sabor de boca que el señor Aznar. Uno piensa que a
una comisión de investigación se va a tratar de esclarecer la verdad, pero no a
exhibirse ni a hacer carne picada de nada. Nunca he entendido que en la disputa
social lo más importante sea tumbar en la lona al adversario ni dejarlo en
ridículo ante los demás, sino intercambiar preguntas y opiniones para intentar
extraer las conclusiones más razonables y beneficiosas para la comunidad. Y, si
los votantes jalean las victorias por KO, como en el circo romano, mal camino
estamos andando y muy pobre resultará ser nuestra convivencia. Todo esto ajusta
muy bien con esta nueva realidad de fogonazos en redes sociales, que solo
tienen espacio para un flash y casi nunca para un razonamiento. De esta manera,
el ocurrente tiene medio cielo ganado entre sus fieles, como lo tiene ganado el
que mejor roce la deformación y mejor se mueva en la reducción y la
exageración. He oído alguna pregunta de un representante de E. Republicana que
no alcanza ni el nivel menos exigente de educación y de inteligencia. Y el hombre con cara como de estar descubriendo
la pólvora. Qué disparate, qué barbaridad, qué nivel tan barriobajero. Si los
representantes públicos tienen que ser respetados al máximo por el hecho de
serlo, también hay que exigirles la máxima educación, precisamente por la misma
condición. Incluso para con este señor del que yo tengo tan mal concepto.
Para rematar la secuencia, están los medios de comunicación de masas,
que también seleccionan lo de más impacto y aquello que mejor pone pie de
página en imágenes a la opinión que se quiere verter, obviando las demás
aristas y los contextos que las explican. Y estos, para más inri, juegan con la
ventaja de que nadie les contradice en el momento; ni tal vez después, pues su
poder es tal que es mejor guardar silencio. Qué sentido de impotencia.
Con todos estos ingredientes, un observador atento puede sentir que lo
han introducido en el Callejón del Gato y lo han soltado delante de los
espejos, que le devuelven una imagen distorsionada y deformada de la realidad.
Entonces, ese observador atento no sabe si lo deformado es el mundo que le
rodea, su propia persona y pensamiento, o todo a la vez. Lo peor es que acaso
el Callejón del Gato no sea solo un callejón sino toda una avenida en la que
paseamos todos. Ufffffffffffff.
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