Asistí (o algo parecido) ayer noche al recinto ferial de Béjar, para oír
y ver la actuación de la orquesta PANORAMA, que venía precedida de mucho nombre
y fama. La verdad es que fui empujado por personas próximas. Cada día que pasa
me siento más desplazado de casi todo lo que suene a aglomeración y barullo.
Las causas son muy diversas y no las voy a desnudar aquí. Además, este hecho
personal, en cuanto personal, poco interesa, solo como síntoma y ejemplo de la
idea que se pueda extraer de él.
En cuanto traspasé los límites del parque municipal, me di cuenta de que
el acontecimiento tenía éxito de público: riadas de personas llenaban las
aceras y los arcenes de la carretera nacional camino del recinto ferial. En la
confluencia con las calles que apuntaban a los Praos, todo era ya paisaje
humano. Hasta policía y división de puertas de entrada y salida para la
seguridad estaban preparadas.
Llegamos cuando empezaba la actuación de la orquesta. Y la puesta en
escena sorprendió por lo espectacular: escenario amplísimo, varias alturas,
ascensos y descensos automáticos, entradas y salidas, cuadro de baile
abundante, instrumentos de diverso tipo… Y luces e imágenes, muchas luces e
imágenes en todo el fondo de escena cambiando a un ritmo vertiginoso. A todo
este movimiento solo le faltaba darle potencia y decibelios. Pues allí estaban,
tropecientos mil vatios de potencia atronando el paraje y dejando sordos los
oídos de los espectadores.
Si a todo esto le das un ritmo activo y ágil, no dejas descanso entre
una canción y otra, y todo lo adobas con una interlocución fluida, el resultado
es el de la interacción inmediata con el público más predispuesto al movimiento
rítmico y a dejarse llevar por las sensaciones que pueda provocar tanto
estruendo con algo de armonía y ritmo. No creo que mucha gente entendiera las
letras de las canciones ni degustara la melodía y la entonación: pero eso no
importaba: todo estaba envuelto y superado por la imagen continua y la potencia
del sonido.
La fiesta estaba en marcha, la gente más próxima saltaba y se agitaba
según las indicaciones que le llegaban desde el escenario y todo ello parecía
un botellón enorme al lado del río y cara al cielo, en esa hendidura que ha
creado el río Cuerpo de Hombre cerca del puente. Sospecho que los peces y los
pájaros enseguida huyeron de la quema, asustados por todo lo que se le había
venido a vivir a su lado, y que desde el cielo las estrellas miraban
sorprendidas por tanto alboroto desatado.
Las exageraciones no pueden ser duraderas sin correr el riesgo de no ser
creídas. Algo así les sucedió a mis orejas y a mi cabeza con lo que allí
sucedía, de modo que, a eso de los diez minutos, empezaron a sentir cierto
mareo y una clara discordancia. La serenidad y la estabilidad me abandonaron y
ya no era yo mismo, sino algo como enajenado y entregado a la estulticia y a la
bobería. Pronto emprendí el camino que me sacaba del recinto ferial, mientras
iba recuperando la conciencia y cierto equilibrio físico y mental. El botellón
de gas que allí ardía se simplificó en agua mineral y pude ser yo mismo.
Todavía mucha gente, en dirección contraria, acudía a la llamada y al reclamo
de esa mezcla de imagen y sonido que brindaba la orquesta PANORAMA. Qué
panorama, dios, qué panorama. Incluso a mi terraza llegaban los ecos de la
fiesta que había dejado atrás un rato antes.
Hasta aquí algo de descripción de los hechos. Ahora alguna consideración,
que, al fin y al cabo, es lo que siempre me lleva a escribir.
Cómo está salpicada la vida de ráfagas de luz y de relámpagos, de
momentos que nos pueden, que nos seducen y que nos anegan, que nos privan de
nuestro dominio y que nos invitan a diluirnos en masas y en sonidos, en
imágenes y pasos colectivos, que nos anulan para convertirnos en dóciles
monaguillos de una liturgia colectiva.
Poco tengo que oponer a quien quiera esa práctica. No soy quién para ello.
Si puedo permitirme confesar que a mí no me complace demasiado, que me parece
que es una muestra más de la apariencia que todo lo domina, que el ser humano
necesita fiesta colectiva, pero que a mí me gustaría que fuera algo más
ordenada; que damos importancia y mucho aplauso a lo que nos deslumbra y
dejamos de lado a lo que nos invita al pensamiento; que todo es moda y tráfago;
que entre el silencio y el ruido casi siempre gana el ruido por goleada.
Hoy se hablará y mucho en esta ciudad estrecha (como en cualquier otro
sitio en similares circunstancias) del asunto de la orquesta, acaso incluso
quede en el imaginario colectivo como lo más atractivo de las fiestas
patronales. Todo se mide en números y ráfagas, en ruidos desmedidos, en dejarse
llevar por la corriente de lo que más se oye o más se lleva. Solo he de
confesar que no me llena, que me deja intranquilo y desasosegado. Estas rarezas
mías…
El mundo es un teatro. Que siga la fiesta.
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