Cualquiera que me conoce sabe de
mi enorme saco de prejuicios respecto del cine que viene de Hollywood, o de
Origud, como me gusta decir. La escala de valores que ha desparramado por el
ancho mundo me parece tan inmundo, que no puedo menos que rebelarme contra él. Y
hablo de buena parte de él, claro, pues no se me escapan ni los medios que posee
ni los talentos que incluye. En fin, esto da para mucho, pero dejo escrito, una
vez más, que el conjunto me disgusta por mil razones.
Dentro de nada celebrarán la gala
de los Oscar y tendrán -ya tienen- a medio mundo pendiente del asunto. Y
durante muchos días se hablará no tanto del valor de las películas como de los
vestidos de no sé qué celebridades, que lo son sobre todo, en demasiados casos,
precisamente por la vistosidad de esa vestimenta, o embrión de vestimenta. Y
después, claro, por los festejos, adobados de sustancias de todo tipo, que
celebrarán. Y todo hijo de vecino caerá al suelo abducido por estas enormes
aportaciones que para el bienestar de la humanidad nos traen semejantes héroes.
En fin, dejémoslo aquí, para que no suba la temperatura.
En España, como imitación
igualmente papanatas, se celebra anualmente la ceremonia de entrega de los
Goya. Y allí que me veo a lo más selecto de nuestro cine subiendo a balbucir
unas palabras sin sentido, que más bien imitan las conversaciones de un grupo
de marujas o marujos en cualquier peluquería. Eso sí, antes han posado ante las
cámaras con sus vestiditos alquilados, luciendo palmito como principal aportación
personal. Y tropecientos mil espectadores en catarsis colectiva admirando
semejante milagro. En fin, que me embalo y me pierdo.
De entre todos ellos, surgieron
ante mis ojos dos estampas que me redimieron de todo lo demás. Una llegaba del
mundo de la canción, era Rosalía con su interpretación maravillosa de una canción
popular, creo que se llama “Me quedo contigo” o algo así. Ahí sí que hay terreno
para analizar la voz, los ritmos, los coros, los silencios, la armonía… Y menos
chorradas de vestiditos y otras gilipolleces y vulgaridades.
La otra llegó del mundo del cine,
y, sobre todo, del mundo de la palabra. Jesús Vidal, con sus gafas de culo de
vaso y su andar torpe, con su voz algo gangosa y su imagen de despistado,
pronunció un discurso de agradecimiento que me heló el corazón y me sacó una
lluvia de lágrimas.
Conocía, claro, la película
Campeones y me había ya emocionado muchas veces con ella. Vi la gala con el deseo
de que hubiera reconocimiento público para lo que significa y transmite esa película.
No sabía que, además, uno de sus actores estaba seleccionado (eso de nominado
es otra gilipollez) para un premio. Y cuando lo vi, todo se desbordó de nuevo
en mí. Juro que lo abracé a él en la distancia y abracé con él a todos los
actores y a todos los que sufren alguna discapacidad. Qué lección para todo ese
mundillo de apariencias y de pasarelas, qué catarsis, qué tensión emocional. Y
todo con la palabra clara y con el concepto preciso. No sé si eran elementos
aprendidos o improvisados, pero me da igual. Estos sí son mis campeones y mis héroes.
Lo otro tiene demasiado de impostado y de vulgar.
Y creo que la película es
mejorable técnicamente, pero me da igual. A la mierda el contrapunto y el
fundido, el plano corto y el largo, la secuencia y el traveling. Mis campeones son mis estrellas, mis
verdaderas estrellas.
Ah, y esto no significa que
aborrezca el cine ni que crea que todo lo que engloba ese mundo es carne de
estercolero. Pero todo lo que huela a pasarela, a apariencia y a eso que llaman
glamur, por supuesto que al más hediondo pudridero.
Quizás me he embalado un poco,
pero ahí queda dicho.
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