Uno de los elementos que más
contribuyeron a la separación entre católicos y protestantes, allá por el siglo
dieciséis, fue el asunto de la predestinación, aunque no fue el único. En
términos generales, afirma la doctrina protestante que el ser humano, en su
trayecto vital y eterno, está predestinado y nada puede hacer para torcer ese
camino previsto. Algo así se describía en el mundo clásico de Grecia y Roma con
aquello del fatum, esa fuerza misteriosa y fatal que siempre terminaba por
llevarse el gato al agua, a pesar de todos los esfuerzos, incluso a contrapelo
de los dioses.
Esta lucha teórica entre lo
determinado, o predestinado, y la libertad de elección en el ser humano para
imponer su decisión y tratar así de cambiar el rumbo de las cosas sigue en
activo y con fuerza creciente.
Lo mejor, tal vez, para
entenderlo un poco mejor y bajarse de las alturas, es visualizarlo en asuntos
del por menor, del día a día, de eso que nos afecta a todos y que nos espera en
cualquier momento. Por ejemplo, ¿está predestinado que yo, en el día equis, me
levante y me eche a la calle, o puedo decidir quedarme en casa, ese mismo día? Parece
casi una tomadura de pelo así planteado. Pues tiene más enjundia de la que
parece.
Por supuesto que, ejerciendo mi
libre albedrío, yo puedo decidir quedarme en casa o salir a la calle. Menos
lobos. Para que no me quede en casa tienen que cumplirse algunos requisitos que,
de no formalizarse, al menos me dificultarían, si no me imposibilitarían,
salir. Tales como estar abrigado, tener movilidad, desearlo, que nadie me lo
prohíba, tener un sitio adonde ir, y mil elementos más. Otro tanto se podría
argumentar para la decisión de quedarse en casa. Y así con cualquier otro
hecho.
¿Hasta dónde llegan esos
elementos que me condicionan? ¿Cuáles son sus límites? ¿Cuál es el dominio y el
poder de mi voluntad? Tal vez -y sigo la lectura de Adela Cortina- confundimos
los condicionamientos con las determinaciones y la predestinación.
Que estamos condicionados por las
circunstancias parece que no admite demasiada discusión. Que nuestra vida es
una secuencia interminable de movimientos en ellas resulta evidente. Hasta tal
punto lo es, que uno termina por perder la perspectiva de que seguramente hay
algo más que esas circunstancias y ese contexto. Pero uno querría negarse a
admitir un último principio y final prefijados en el que apenas nos queda otra
cosa que dejarnos llevar por esa evidencia.
No sé qué diría Nietzche en estas
circunstancias, pero sospecho que es aquí donde se desharía de Dios y agrandaría
la fuerza de voluntad para crear al superhombre.
La Historia nos enseña que los
dioses van rotando y van tomando disfraces diferentes. Hoy apuntan hacia elementos
técnicos que nos apabullan con su presencia y con sus atractivos. ¿Qué nos
queda ante ellos? Tal vez, en primer lugar, el reconocimiento de que nos
condicionan en casi todo. Y, con toda certeza, a partir de ahí, alzarnos con la
voluntad de edificar nuestro propio recorrido en libertad vigilada, pero con la
mano levantada, reclamando nuestro trocito de elección y de sentirnos dueños de
nuestras propias decisiones. Vamos a tener que convocar pleno de nuestra
asociación Libre Albedrío para seguir dándole vueltas a este asunto.
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