Me ocurre con algunos campos de
la cultura y de la creación: no me resulta fácil poner una línea de sosiego y
de calma, de grises y de dudas, en lo que hasta mí llega. Es lo que me sucede,
por ejemplo, en el mundo del cine español, de la música en formato de
sevillanas, o en lo que tradicionalmente se ha llamado la copla española.
En los años ochenta se hablaba de
“españoladas” y se dejaba en la miseria todo aquello que tenía firma española. Parecía
que todo lo propio era malo y todo lo que llegaba de fuera resultaba
extraordinario. Sobre todo, en el mundo de la “intelectualidad”. Qué papanatas,
qué bobos, qué tontos. En el mundo de la música sucedía otro tanto: cualquier
cosa cantada en inglés, aunque casi nadie la entendiera, gozaba de bula y de
marchamo de calidad. Los mismos calificativos. Las producciones de aquí era
mejor no considerarlas siquiera.
A mí todo esto me molestaba ya
mucho entonces. Y me sigue molestando ahora. Creo que la desigualdad de trato y
de consideración es tan grande, que en mí no produce otra cosa que rechazo ante
lo que creo un papanatismo sin sentido. A veces de manera exagerada e injusta.
Hay críticos musicales que conocen hasta el día en que se compró cada par de
zapatos la “estrella” de turno del mundo anglosajón. Como si eso tuviera que
ver con la esencia de la creación artística. En cambio, de lo de aquí, de lo de
su gente, de lo de sus vecinos, no conocen ni su existencia.
Pero ya decía al principio que
cargo con un defecto en este asunto, el de no transitar bien por los grises. Por
ejemplo, a mí el 80% de las películas tildadas de españoladas no me interesan
lo más mínimo. Sirvan como muestra todas aquellas que tenían como objeto dar
lucimiento a una “figura” popular: torero, cantante… Pero el otro tanto por
ciento restante… Canela pura. Al cesto de los papeles todo Origud a su lado.
Otro tanto me ocurre con la copla
española. Repito el mismo esquema y salvo para mi paladar un tanto por ciento
reducido que calca la esencia, creo, de esta cultura popular honda y
persistente. Todo el mundo angloparlante se me queda hecho casi nada a su lado.
Quizá sencillamente porque me resulta lejano y más extraño. En ese tanto por
ciento reducido, la pasión me embarga y rompe mis esquemas mentales. Entonces
me dejo llevar por la pasión y se opera en mí una especie de catarsis que me
reconcilia y me devuelve las energías. Ojos verdes; María de la O; La Parrala;
La falsa monea; ¡Ay, pena, penita, pena!; A tu vera; Tatuaje; Y, sin embargo,
te quiero… A ver quién vuela tan alto y recoge tanto en tan poco tiempo.
Con frecuencia escucho canciones
de este tipo y me siento reconfortado y contento. Y eso que, si las analizáramos
bien, observaríamos que muchas, casi todas, repiten un esquema en el que una
desgracia o una historia negativa rompe la lógica y no se busca solución en la
razón sino en el empeño de un sentimiento más arrebatado cuanto más ilógica es
la situación. Todos los títulos enunciados antes me darían la razón. Tal vez
porque buena parte de la esencia de esta comunidad tiene que ver con una mezcla
elementos populares y de pasiones irracionales, que han creado una leyenda que,
para bien o para mal, nos sigue persiguiendo.
Voy a seguir escuchando un rato
estas canciones. Me siento a gusto.
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