Después de hollar el campo y de
dejar mis pasos por la Dehesa de Candelario, me siento a rumiar conmigo mismo algo
que me pregunto con frecuencia. No sé dar la respuesta verdadera, pero algo me
aproximo, al menos manifiesto mi experiencia.
Hoy es el día del libro, con todo
lo que encierra este concepto y la historia feliz que lo contempla. Bendito
sean los hechos, los festejos, los premios y las advocaciones…, que todo libro
guarda alguna buena enseñanza.
Hoy pienso como aquel que se
atreve a mover sus manos para dar cuerpo a lo que su espíritu le dicta, a
ejercer de sacerdote en la liturgia de la creación, a ser un dios menor, aunque
solo sea por un rato. Quiero decir que pienso en la labor y en el significado
del escritor. Ahora acoto la senda del poeta.
Me asaltan muchas dudas y yo no
sé si acierto o me distraigo. En todo caso, son mis razones últimas y no son engañosas
ni aprendidas sino conmigo mismo.
El creador es golpeado por la
realidad, como otro ser humano sensible y curioso. Sin embargo, no acota la
realidad como un geógrafo o como un campesino; es la realidad la que lo invade,
aquella parte de la realidad que, por diversas razones, se impone a las demás,
se hace más impulsiva y emocional. De cómo y por qué se ha seleccionado esa
realidad no es fácil dar cuenta ni razón, pues se trata de un proceso lento e
invisible que va dejando huella y arañazos en el mundo de la razón y de las
emociones del creador. Así, se establece un maridaje que no es más que
consecuencia de un noviazgo feliz o tortuoso del que el poema es la última
prueba y la expresión gozosa nacida para el poeta y para los lectores. Es como
si el creador tuviera en germen esa idea, que ha ido cuajando con ritmos
escondidos y se desgaja para vivir sola.
Al servicio de ese impulso y de
esa idea (sentimiento y razón, razón y sentimiento) se brinda la palabra, el
elemento mágico que nos pone en camino de la esencia y de lo primigenio, de ese
otro mundo no nacido al que siempre estamos aproximándonos y al que nunca
terminamos de alcanzar. Ella es la que nos hermana con las cosas, la que las
abraza y les da cobijo, la que termina por dar sentido a la búsqueda humana de la razón de su paso por el mundo. Por eso la necesidad del mimo en la palabra,
el trato amistoso con la misma, la escena bien tejida en la que tiene que
mostrar sus cualidades, el sentido litúrgico que esconde. In principio erat verbum. Palabra libre siempre, reveladora y pura,
lejos de imposiciones y mandatos, camino hacia la esencia y el misterio,
transgresora de espacios y de tiempos, capaz de presentarnos el detalle que
salta cual ballesta camino de lo eterno e infinito, don, regalo, deleite, a
veces con el barro en sus vestidos para mostrar lo impuro de este mundo…
Para encender el fuego en la
palabra, están las manos torpes del poeta, que no hace más que dejarse invadir
por ese mundo nuevo que vive en el corazón de los sonidos y de los conceptos.
Cuando descubre una imagen nueva o teje una situación satisfactoria, se siente
dios menor, sacerdote en el templo, milagrero mayor. Y se deja y se olvida en
la palabra. No es fácil entender un buen uso de la misma sin una vida intensa y
paralela en la emoción y en la curiosidad. Palabra y creador en un abrazo que
indique coherencia y mestizaje.
Después vienen los libros, las
lecturas, los lectores, los premios, los olvidos… Pero eso es ya sabor de otras
comidas.
Hoy es el día del libro. El libro
es el resumen de un milagro. Voy a sentir la luz entre sus páginas.
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