Acudo al título del conocido
ensayo de Ortega porque me parece que la situación lo requiere y me lo pide
casi llevándome la mano. En aquellas páginas, el pensador reflexionaba acerca
de cómo el devenir histórico había ido conformando esta piel de toro en un ir y
venir sin respiro entre fuerzas centrípetas y centrífugas que han dejado al
animalito como la vaquilla de la película del mismo nombre de Berlanga.
Ayer se manifestaban en Madrid
miles de personas de la llamada España vacía, o vaciada, o abandonada, o como se
la quiera llamar, gritando la realidad de esa España central que se queda sin
gente y solo con el suelo mirando al cielo, sin ningún intermediario que los interpele
y que los ponga en contacto. Esta soledad apenas se rompe con los calores del
verano y en épocas electorales, cuando algunos representantes se acercan por
allí, sin conocer en muchos casos nada de la realidad física ni social, como
mendigos de un nuevo y disputado voto del señor Cayo que nos descubrió Delibes.
Más allá de las imbecilidades de
los candidatos en tractores, o intentando plantar unas patatas, o haciendo el
ridículo tratando de ordeñar una vaca, el asunto ofrece una complejidad y una
gravedad que nos debería llevar tiempo y ganas en intentar mejorarlo, en la
medida en que se pueda. Ninguna confianza me ofrecen los urbanitas que desconocen la realidad diaria de las poblaciones
pequeñas y que apuntan soluciones milagrosas para época de campañas electorales.
Tampoco me llevan de la mano los que piden por esa boca sin pensar que el fenómeno
tiene sus sinergias y se produce en todas las latitudes, y no solo en su pueblo
y en su provincia. El asunto ofrece tantas aristas y variables, que no se puede
dejar en manos de cualquiera ni al empuje del aire que más sople.
Nací en un pueblo pequeño y
apartado de la civilización, con
escasos ocho años pastoreé ovejas junto al puente de mi pueblo, a los nueve
dormí en el chozo y saludé a la luna y a las bufardas de las carboneras, cuando
me piden unas notas para presentarme en un acto público (conferencia,
lectura…), suelo incluir la nota de que soy
orgullosamente de pueblo, mis escritos evocan muchísimas veces aquello del
menosprecio de corte y alabanza de aldea… Y un poco así con todo. Quiero decir
que me siento muy del lado de esa llamada España vacía, que sigo viviendo, por
propia iniciativa, en ambiente casi rural y que me duele y me tira del corazón todo lo que suscita este asunto.
Pero quiero pedir que nadie
ensucie sus manos con demagogias baratas, sobre todo aquellos que pisan aceras
de ciudad cada día y no conocen la estrechez de las calles de los pueblos ni
las necesidades diarias de la población envejecida de esos núcleos pequeños y
alejados.
También en este siglo veintiuno,
España sigue invertebrada. Las fuerzas disgregadoras nacionalistas le rompen el
pellejo y le causan heridas en su piel y en sus entrañas; las fuerzas
centrípetas succionan tal vez demasiado pensando que el ombligo es el punto al
que todo tiene que volver todas las miradas; y la España abandonada espera que
sus gritos de supervivencia no los sepulte el silencio del espacio vacío y
solitario.
Traigo hasta mi mente la imagen
final de la película de Berlanga: la vaquilla en el suelo, ante la mirada de
dos torerillos, y creo oír el estruendo de una inmensa multitud vociferando desde
los tendidos de sol y de sombra de un gigantesco ruedo. Son los gritos de esa
España invertebrada que describía Ortega y que no parece haber encontrado otros
coros de voces acompasadas y positivas en busca de una piel de toro con una
mirada alta hacia el futuro y con alguna meta común ilusionante.
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