lunes, 1 de abril de 2019

ESPAÑA INVERTEBRADA



Acudo al título del conocido ensayo de Ortega porque me parece que la situación lo requiere y me lo pide casi llevándome la mano. En aquellas páginas, el pensador reflexionaba acerca de cómo el devenir histórico había ido conformando esta piel de toro en un ir y venir sin respiro entre fuerzas centrípetas y centrífugas que han dejado al animalito como la vaquilla de la película del mismo nombre de Berlanga.
Ayer se manifestaban en Madrid miles de personas de la llamada España vacía, o vaciada, o abandonada, o como se la quiera llamar, gritando la realidad de esa España central que se queda sin gente y solo con el suelo mirando al cielo, sin ningún intermediario que los interpele y que los ponga en contacto. Esta soledad apenas se rompe con los calores del verano y en épocas electorales, cuando algunos representantes se acercan por allí, sin conocer en muchos casos nada de la realidad física ni social, como mendigos de un nuevo y disputado voto del señor Cayo que nos descubrió Delibes.
Más allá de las imbecilidades de los candidatos en tractores, o intentando plantar unas patatas, o haciendo el ridículo tratando de ordeñar una vaca, el asunto ofrece una complejidad y una gravedad que nos debería llevar tiempo y ganas en intentar mejorarlo, en la medida en que se pueda. Ninguna confianza me ofrecen los urbanitas que desconocen la realidad diaria de las poblaciones pequeñas y que apuntan soluciones milagrosas para época de campañas electorales. Tampoco me llevan de la mano los que piden por esa boca sin pensar que el fenómeno tiene sus sinergias y se produce en todas las latitudes, y no solo en su pueblo y en su provincia. El asunto ofrece tantas aristas y variables, que no se puede dejar en manos de cualquiera ni al empuje del aire que más sople.
Nací en un pueblo pequeño y apartado de la civilización, con escasos ocho años pastoreé ovejas junto al puente de mi pueblo, a los nueve dormí en el chozo y saludé a la luna y a las bufardas de las carboneras, cuando me piden unas notas para presentarme en un acto público (conferencia, lectura…), suelo incluir la nota de que soy orgullosamente de pueblo, mis escritos evocan muchísimas veces aquello del menosprecio de corte y alabanza de aldea… Y un poco así con todo. Quiero decir que me siento muy del lado de esa llamada España vacía, que sigo viviendo, por propia iniciativa, en ambiente casi rural y que me duele y me tira del corazón todo lo que suscita este asunto.
Pero quiero pedir que nadie ensucie sus manos con demagogias baratas, sobre todo aquellos que pisan aceras de ciudad cada día y no conocen la estrechez de las calles de los pueblos ni las necesidades diarias de la población envejecida de esos núcleos pequeños y alejados.
También en este siglo veintiuno, España sigue invertebrada. Las fuerzas disgregadoras nacionalistas le rompen el pellejo y le causan heridas en su piel y en sus entrañas; las fuerzas centrípetas succionan tal vez demasiado pensando que el ombligo es el punto al que todo tiene que volver todas las miradas; y la España abandonada espera que sus gritos de supervivencia no los sepulte el silencio del espacio vacío y solitario.
Traigo hasta mi mente la imagen final de la película de Berlanga: la vaquilla en el suelo, ante la mirada de dos torerillos, y creo oír el estruendo de una inmensa multitud vociferando desde los tendidos de sol y de sombra de un gigantesco ruedo. Son los gritos de esa España invertebrada que describía Ortega y que no parece haber encontrado otros coros de voces acompasadas y positivas en busca de una piel de toro con una mirada alta hacia el futuro y con alguna meta común ilusionante.

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