jueves, 11 de abril de 2019

HOY HABLARÉ DE MÍ



Ya sé que es una redundancia porque nadie puede hablar de otra cosa que no sea de sí mismo. Y mucho menos si se trata de algún acto creativo. También es verdad que se puede hacer de una manera más o menos directa o delegada. Al final, se trata de ser un perfecto fingidor cuando uno escribe, sobre todo si se mueve en el género lírico.
El caso es que, venciendo el pudor que me domina y hasta la timidez que me visita casi siempre, olvidándome de algunos principios que me enseñaron hace muchos años y que procuro practicar, hoy, precisamente hoy, debo decir algunas palabras acerca de mí mismo. Ya pido disculpas por anticipado.
Desde hace un par de días tengo conmigo  ejemplares de mi libro Al paso de los días. Está recién salidito del horno y huele a pan reciente, calentito, crujiente y bien sabroso. Aunque me gusta más la metáfora del parto y nacimiento. Así que puedo decir y digo que tengo un niño que acaba de ver la luz y ahora lo acojo entre mis brazos con cariño y con mimo.
La gestación ha sido larga pues ha durado unos trece años. Pero ha nacido muy crecidito porque ha pesado nada menos que setecientas páginas (he dicho bien: 700) bien apretadas y densas, en las que se abrazan más de novecientos poemas (he dicho bien: más de 900).
Y qué queréis que os diga, me siento orgulloso de ser padre de esta criatura tan rolliza y sana. Se trata, en realidad, de un diario poético variado; tanto como el paso de los días: unos secos, otros lluviosos; unos oscuros y otros luminosos; unos con vestido de día de fiesta y otros casi desnudos… Es el paso de los días. Con él me he ido haciendo más maduro o tal vez viejo. Yo mismo lo noto ahora cuando vuelvo a sus páginas. Espero que también más experimentado y sensato.
En el breve prólogo se dice que es un libro de libros. Estoy muy de acuerdo con esta afirmación. De él podría muy bien haber salido una decena de libros ´temáticos´. Pero hay lo que hay y estoy contento porque esta fórmula la he querido y la he buscado yo, y me ha dado la oportunidad de no echar al cesto de los papeles nada que yo no quisiera que se olvidara. Además, de esta manera, caben muchas ideas, muchas emociones y muchas personas que han ido rozando mis días y mis horas.
El libro pesa (son setecientas páginas), pero lo cojo y lo acaricio, lo mezo entre mis brazos y lo acuno como a un recién nacido. Menos mal que no soy primerizo en el asunto, si no, no sé qué pasaría.
Ahora no sé si darle bautizo público o qué hacer con él. Porque de todo esto, a partir de ahora, lo que me interesa es que la gente lo lea, pero no me preocupa en absoluto nada de todo el mundillo de la distribución y sus componentes y aliados. Ya veremos qué se hace.
Un libro se compone lentamente, al calorcito de la habitación y del ordenador o del cuaderno, al amparo de las lecturas continuas y del roce de la vida en las calles y en los parques, en las aulas y en las tiendas, en el bullicio y en el silencio, en las salas del pensamiento y de la imaginación. O sea, que se escribe en soledad, pero al roce de la vida, y, en primer lugar, para uno mismo. Mas, si alguien se acerca a sus páginas, verá que a esa habitación de escritura han sido invitadas numerosas personas, referentes claros en muchas de sus composiciones; o sea, que de alguna manera son protagonistas también. No obstante, sin los lectores (el primero y principal es el propio autor) no se completa el ciclo.
La ayuda de algunos amigos y el esfuerzo de algún editor atrevido y audaz han facilitado que el parto se haya consumado más fácilmente. A ellos mi agradecimiento y mi abrazo. Gracias, Jesús. Gracias, Antonio. Y gracias, Leti.
El libro ya no es mío, sino del lector, de cualquiera que se acerque a sus páginas. Espero que se haga con buena disposición de ánimo y que no se le haga daño e este niño rollizo, que espera comprensión y buena voluntad. Nunca habrá un buen libro sin un buen lector.
Se ve que estoy contento. Y quería decirlo. Brindo con todos.

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