Ya sé que es una redundancia
porque nadie puede hablar de otra cosa que no sea de sí mismo. Y mucho menos si
se trata de algún acto creativo. También es verdad que se puede hacer de una
manera más o menos directa o delegada. Al final, se trata de ser un perfecto
fingidor cuando uno escribe, sobre todo si se mueve en el género lírico.
El caso es que, venciendo el
pudor que me domina y hasta la timidez que me visita casi siempre, olvidándome
de algunos principios que me enseñaron hace muchos años y que procuro
practicar, hoy, precisamente hoy, debo decir algunas palabras acerca de mí
mismo. Ya pido disculpas por anticipado.
Desde hace un par de días tengo
conmigo ejemplares de mi libro Al
paso de los días. Está recién salidito del horno y huele a pan reciente,
calentito, crujiente y bien sabroso. Aunque me gusta más la metáfora del parto
y nacimiento. Así que puedo decir y digo que tengo un niño que acaba de ver la
luz y ahora lo acojo entre mis brazos con cariño y con mimo.
La gestación ha sido larga pues
ha durado unos trece años. Pero ha nacido muy crecidito porque ha pesado nada
menos que setecientas páginas (he dicho bien: 700) bien apretadas y densas, en
las que se abrazan más de novecientos poemas (he dicho bien: más de 900).
Y qué queréis que os diga, me
siento orgulloso de ser padre de esta criatura tan rolliza y sana. Se trata, en
realidad, de un diario poético variado; tanto como el paso de los días: unos
secos, otros lluviosos; unos oscuros y otros luminosos; unos con vestido de día
de fiesta y otros casi desnudos… Es el paso de los días. Con él me he ido
haciendo más maduro o tal vez viejo. Yo mismo lo noto ahora cuando vuelvo a sus
páginas. Espero que también más experimentado y sensato.
En el breve prólogo se dice que
es un libro de libros. Estoy muy de acuerdo con esta afirmación. De él podría
muy bien haber salido una decena de libros ´temáticos´. Pero hay lo que hay y
estoy contento porque esta fórmula la he querido y la he buscado yo, y me ha
dado la oportunidad de no echar al cesto de los papeles nada que yo no quisiera
que se olvidara. Además, de esta manera, caben muchas ideas, muchas emociones y
muchas personas que han ido rozando mis días y mis horas.
El libro pesa (son setecientas páginas),
pero lo cojo y lo acaricio, lo mezo entre mis brazos y lo acuno como a un recién
nacido. Menos mal que no soy primerizo en el asunto, si no, no sé qué pasaría.
Ahora no sé si darle bautizo público
o qué hacer con él. Porque de todo esto, a partir de ahora, lo que me interesa
es que la gente lo lea, pero no me preocupa en absoluto nada de todo el
mundillo de la distribución y sus componentes y aliados. Ya veremos qué se
hace.
Un libro se compone lentamente,
al calorcito de la habitación y del ordenador o del cuaderno, al amparo de las
lecturas continuas y del roce de la vida en las calles y en los parques, en las
aulas y en las tiendas, en el bullicio y en el silencio, en las salas del
pensamiento y de la imaginación. O sea, que se escribe en soledad, pero al roce
de la vida, y, en primer lugar, para uno mismo. Mas, si alguien se acerca a sus
páginas, verá que a esa habitación de escritura han sido invitadas numerosas
personas, referentes claros en muchas de sus composiciones; o sea, que de alguna
manera son protagonistas también. No obstante, sin los lectores (el primero y
principal es el propio autor) no se completa el ciclo.
La ayuda de algunos amigos y el
esfuerzo de algún editor atrevido y audaz han facilitado que el parto se haya
consumado más fácilmente. A ellos mi agradecimiento y mi abrazo. Gracias, Jesús.
Gracias, Antonio. Y gracias, Leti.
El libro ya no es mío, sino del
lector, de cualquiera que se acerque a sus páginas. Espero que se haga con
buena disposición de ánimo y que no se le haga daño e este niño rollizo, que
espera comprensión y buena voluntad. Nunca habrá un buen libro sin un buen
lector.
Se ve que estoy contento. Y quería
decirlo. Brindo con todos.
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