viernes, 19 de abril de 2019

VA(YA) POR DIOS



Hace tan solo unos días asistí a la representación del Auto de Pasión en el interior de la iglesia de San Juan de Béjar. Son los viejos textos medievales de Gómez Manrique, siglo quince, y Lucas Fernández, siglo dieciséis. El teatro nació también, y sobre todo, dentro de las iglesias. Ayer mismo veía unas imágenes de televisión en las que aparecía un penitente salmantino cargado con una pesada cruz de madera, descalzo y arrastrando con sus pies unas pesadas cadenas de hierro. Hoy, en el lugar donde se visualizan los tres poderes históricos (nobleza, iglesia y poder civil o ayuntamiento), en plena plaza Mayor de Béjar, se anunciaba una llamada “Representación de la Sentencia”, con “prendimiento”, “condena del Sanedrín”, “dramatización de la sentencia”, “Representación del Viacrucis (sic) desde el Palacio Ducal al Calvario, crucifixión, descendimiento y sepulcro (patio exterior del Palacio Ducal)”. Ojeo el programa de Semana Santa en esta ciudad en la que vivo y todo son procesiones de dolorosas, cristos yacentes, madres angustiadas, gestos de impotencia… Cualquier manifestación se tinta de color púrpura y negro, símbolos de sufrimiento, de penas y de pecado en esta civilización.
Cada día entiendo menos, si esto es posible, a estas religiones que cargan sus tintas en el pecado, en el miedo y en los sustos. Solo unas brevísimas consideraciones acerca de dos de estos hechos, de aquellos que resultan más cercanos.
El Auto de Pasión termina con una acusación repetida, uno a uno, por todos los personajes: “Muere por ti, pecador”. Una y otra vez, como si no hubiera quedado claro y no se hubiera asustado lo suficiente con una o dos veces. Por si acaso, los intérpretes, cuya actuación teatral no se juzga aquí, apuntaban con su dedo acusador hacia los espectadores, en medio de un ambiente de oscuridad y de tinieblas, mientras un coro cantaba, lenta y repetidamente, la canción “Perdona a tu pueblo, Señor”. Supongo que algún espectador, además de yo mismo, se preguntaría qué es lo que había hecho para merecer tales acusaciones, y hasta saldría rumiando otras consideraciones que no hace falta reproducir aquí.
La Representación de la Sentencia y el Calvario no hacen otra cosa sino reproducir el dolor y la muerte, se supone que para redimir otra vez de alguna culpa. O sea, que de nuevo tenemos la presencia del pecado y de la condena, del miedo y del susto. Qué habré hecho yo, si me miro y no me encuentro nada especialmente rechazable, y menos para recibir la amenaza de un castigo eterno.
Hasta aquí una descripción somera de estos dos hechos, que no son más que una muestra de todo lo que se está produciendo por esos pueblos y ciudades de España.
Supongo que no es demasiado osado preguntarse serenamente las razones de todo este ambiente de pecado, de miedo y de castigo en los que se escenifican todas las religiones. ¿En qué se basan estos espectáculos? ¿A quién favorecen? ¿A quién perjudican? ¿Qué elementos emocionales calman o excitan en las personas que los practican? ¿Qué tipo de Dios hemos creado (porque, si Dios existiera o existiese, la visión y el concepto del mismo sería siempre nuestra, aquella que nos permiten nuestros sentidos y nuestra inteligencia) los seres humanos para que lo paseemos y lo enseñemos hecho un guiñapo, dando pena y desvalido física y mentalmente? ¿Por qué, a pesar de todo, estas manifestaciones gustan a tanta gente y excitan en ellas un interés evidente? Estas y otras muchas preguntas buscan voz solas y al momento. Muchas son retóricas, por supuesto, pero ahí están, por si alguien las quiere contestar, para uno o para los demás.
Por mi parte, suelo leer algún evangelio completo por estas fechas y no veo reflejado en ellos este ambiente tétrico, de turbación y de desasosiego. Entonces, como siempre, pongo en duda la validez humanista de esa parte de las religiones que asusta, que apunta hacia castigos nada menos que eternos y que comprime la vida de las personas en unas actuaciones que, desde el miedo, no hacen más que favorecer a los grupos que mejor instalados están en la comunidad. Con estas armas, mucho más poderosas que las bombas atómicas, se ha matado, se ha castigado y, sobre todo, se ha mantenido a raya a todo el que haya querido volar en busca de una sociedad igualitaria, libre, solidaria, amorosa y mirando al futuro no con miedo sino con alegría y en busca de algo que se parezca a la felicidad.
Dicen que cada día que pasa menos gente se apunta a las comunidades religiosas; sobre todo los jóvenes. Tal vez no haya que devanarse mucho los sesos para hallar alguna causa que lo explique. Claro que los dioses que los sustituyen tampoco parece que sean muy consistentes precisamente. Vaya por Dios.

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