Hace tan solo unos días asistí a
la representación del Auto de Pasión en el interior de la iglesia de San Juan
de Béjar. Son los viejos textos medievales de Gómez Manrique, siglo quince, y Lucas Fernández, siglo dieciséis. El
teatro nació también, y sobre todo, dentro de las iglesias. Ayer mismo veía
unas imágenes de televisión en las que aparecía un penitente salmantino cargado
con una pesada cruz de madera, descalzo y arrastrando con sus pies unas pesadas
cadenas de hierro. Hoy, en el lugar donde se visualizan los tres poderes históricos
(nobleza, iglesia y poder civil o ayuntamiento), en plena plaza Mayor de Béjar,
se anunciaba una llamada “Representación de la Sentencia”, con “prendimiento”, “condena
del Sanedrín”, “dramatización de la sentencia”, “Representación del Viacrucis
(sic) desde el Palacio Ducal al Calvario, crucifixión, descendimiento y
sepulcro (patio exterior del Palacio Ducal)”. Ojeo el programa de Semana Santa
en esta ciudad en la que vivo y todo son procesiones de dolorosas, cristos
yacentes, madres angustiadas, gestos de impotencia… Cualquier manifestación se
tinta de color púrpura y negro, símbolos de sufrimiento, de penas y de pecado
en esta civilización.
Cada día entiendo menos, si esto
es posible, a estas religiones que cargan sus tintas en el pecado, en el miedo
y en los sustos. Solo unas brevísimas consideraciones acerca de dos de estos
hechos, de aquellos que resultan más cercanos.
El Auto de Pasión termina con una
acusación repetida, uno a uno, por todos los personajes: “Muere por ti, pecador”.
Una y otra vez, como si no hubiera quedado claro y no se hubiera asustado lo
suficiente con una o dos veces. Por si acaso, los intérpretes, cuya actuación
teatral no se juzga aquí, apuntaban con su dedo acusador hacia los espectadores,
en medio de un ambiente de oscuridad y de tinieblas, mientras un coro cantaba, lenta
y repetidamente, la canción “Perdona a tu pueblo, Señor”. Supongo que algún
espectador, además de yo mismo, se preguntaría qué es lo que había hecho para
merecer tales acusaciones, y hasta saldría rumiando otras consideraciones que
no hace falta reproducir aquí.
La Representación de la Sentencia
y el Calvario no hacen otra cosa sino reproducir el dolor y la muerte, se supone
que para redimir otra vez de alguna culpa. O sea, que de nuevo tenemos la
presencia del pecado y de la condena, del miedo y del susto. Qué habré hecho
yo, si me miro y no me encuentro nada especialmente rechazable, y menos para
recibir la amenaza de un castigo eterno.
Hasta aquí una descripción somera
de estos dos hechos, que no son más que una muestra de todo lo que se está
produciendo por esos pueblos y ciudades de España.
Supongo que no es demasiado osado
preguntarse serenamente las razones de todo este ambiente de pecado, de miedo y
de castigo en los que se escenifican todas las religiones. ¿En qué se basan
estos espectáculos? ¿A quién favorecen? ¿A quién perjudican? ¿Qué elementos
emocionales calman o excitan en las personas que los practican? ¿Qué tipo de
Dios hemos creado (porque, si Dios existiera o existiese, la visión y el
concepto del mismo sería siempre nuestra, aquella que nos permiten nuestros
sentidos y nuestra inteligencia) los seres humanos para que lo paseemos y lo
enseñemos hecho un guiñapo, dando pena y desvalido física y mentalmente? ¿Por
qué, a pesar de todo, estas manifestaciones gustan a tanta gente y excitan en
ellas un interés evidente? Estas y otras muchas preguntas buscan voz solas y al
momento. Muchas son retóricas, por supuesto, pero ahí están, por si alguien las
quiere contestar, para uno o para los demás.
Por mi parte, suelo leer algún
evangelio completo por estas fechas y no veo reflejado en ellos este ambiente tétrico,
de turbación y de desasosiego. Entonces, como siempre, pongo en duda la validez
humanista de esa parte de las religiones que asusta, que apunta hacia castigos
nada menos que eternos y que comprime la vida de las personas en unas
actuaciones que, desde el miedo, no hacen más que favorecer a los grupos que
mejor instalados están en la comunidad. Con estas armas, mucho más poderosas
que las bombas atómicas, se ha matado, se ha castigado y, sobre todo, se ha
mantenido a raya a todo el que haya querido volar en busca de una sociedad
igualitaria, libre, solidaria, amorosa y mirando al futuro no con miedo sino
con alegría y en busca de algo que se parezca a la felicidad.
Dicen que cada día que pasa menos
gente se apunta a las comunidades religiosas; sobre todo los jóvenes. Tal vez
no haya que devanarse mucho los sesos para hallar alguna causa que lo explique.
Claro que los dioses que los sustituyen tampoco parece que sean muy
consistentes precisamente. Vaya por Dios.
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