Siempre hay libros que dejan
huella. Tal vez todos, pero unos hieren más que otros. Por muy diversas
razones, que también son pasajeras y actúan cuando les parece bien. Incluso
cuando se han leído centenares o miles de libros, se mantiene la constancia y
el pálpito de una lista que salva los espasmos del tiempo y se posa en la
conciencia del lector.
No quiero hacer ninguna lista,
entre otras razones porque se haría larga y me quedaría siempre el mal gusto
del olvido. Pero hoy quiero volver sobre uno de ellos.
Ayer fallecía Rafael Sánchez
Ferlosio, escritor de novelas y ensayos que han llenado las horas y la
imaginación de muchos españoles. No me interesa tanto la persona (hijo de
Rafael Sánchez Mazas, esposo de Carmen Martín Gaite…), ni el personaje, sino el
creador literario y el ensayista. Hay mucho donde elegir, y todo muy sabroso.
Lo que representó y la influencia
que ejerció su obra El Jarama no
necesita ser glosado. Muy importantes sus ensayos posteriores, aunque más
minoritarios. Yo me quedo, sin embargo, con la fuerza y el maravilloso mundo
que se dibuja en una obra breve, que más parece una piedra preciosa o un rayo
luminoso que deja los sentidos rendidos a esa luz y a sus destellos. Se trata,
claro, de Indusrias y andanzas de
Alfanhuí. Poco más de cien páginas deslumbrantes en las que el niño vive y
conoce las esencias y el estallido nuclear de la imaginación. Madrid,
Guadalajara, Extremadura, Castilla… Es otro Lazarillo subido a otra realidad
mucho más verdadera, la de la mezcla de lo más sencillo y natural con el desbordamiento
de los sueños.
Alguna vez he reproducido, creo
recordar, algún capítulo del libro en esta ventana; los que se imaginan en
Extremadura me hieren algo más por casi todo: Alfanhuí boyero, Alfanhuí y la
abuela, El tamborilero de la Garganta y la muerte de Caronglo… Pero me
entusiasman todos. Por si fuera poco, además, el formato reducido de los
capítulos me ha servido a mí como ejemplo para muchas cosas.
He vuelto a las páginas de
Alfanhuí, como mejor homenaje que se le puede hacer al creador y al propio
fenómeno literario. Como de despedida se trata, dejo aquí la reproducción del
último capítulo:
Del nombre de Alfanhuí y la
gentil memoria que se su maestro tenía
Por la carretera, hacia el norte, se acababan los páramos y las tierras
se hacían doradas y ondulantes. Vio Alfanhuí una tierra luminosa de rastrojos y
rastrojos sin árboles, al sol, y un cielo limpio y azul. Vio el frente de un
negro encinar a la mitad de un llano amarillo, extendido como un ejército
ordenado para la batalla. Vio las ruinas de un convento con su espadaña de
blanca piedra, sin campanas, en cuyos arcos locos y abandonados se posaban las
torcaces. Vio un pueblo antiguo y enjalbegado que tenía un castillo de piedra
dorada y terrosa, en las afueras. Entre las grietas nacían ásperos matorrales
verdinegros. El castillo estaba en un alto y dominaba el río y la llanura.
Había un terraplén de tierra clara que se cortaba desde el pie del castillo a
la ribera. En la ribera había chopos altísimos que sobrepasaban la altura del
terraplén. El río formaba islas y arenales, y río arriba se alcanzaban a ver
las montañas. Por el cielo del río volaban, muy altos, gavilanes de la torre.
Alfanhuí descendió hasta la orilla. El agua tenía un color de oros
verdes. Por la rivera se fue remontando el río. Una bruma ligera lo cubría. Vio
Alfanhuí una isla grande en medio del río, donde nacían mimbres y tamujos.
Lloviznaba. Alfanhuí se descalzó y se puso a vadear el río. El agua estaba muy
fría y el ramal era ancho. En el medio, la corriente apretaba mucho y empujaba
cantos rodados contra sus pies. Alfanhuí vadeaba despacio, bajo la lluvia fina.
La isla tenía una playa de cantos y luego un pequeño terraplén donde empezaba
la tierra firme. Alfanhuí puso el pie arriba. Aquella tierra estaba lejos de
todas partes. La isla tendría casi un kilómetro de largo por cien metros de
ancho. Una bandada de pájaros levantó el vuelo poco a poco y se puso a volar
por la isla a ras de tierra, con un grito dulce y repetido. Eran los
alcaravanes. Ahora volaban en torno de Alfanhuí, como a cinco metros de él,
rodeándole la cintura:
“Al-fan-huí. Al-fan-huí, al-fan-huí”.
Le llamaban. Y no se veía más que la isla, y la niebla seguía
lloviznando. Era una lluvia tibia y ligera que apenas parecía mojar. Alfanhuí
se sentó en una piedra. Los alcaravanes se posaban uno a uno y se volvían a
levantar:
“Al-fan-huí, al-fan-huí, al-fan-huí”.
Alfanhuí se acordó de su maestro: “Tú tienes los ojos amarillos como
los alcaravanes”. Los alcaravanes repetían su nombre. Alfanhuí lloraba: “Te
llamaré Alfanhuí, porque este es el nombre con que los alcaravanes se gritan
los unos a los otros”. La llovizna escondía el llanto de Alfanhuí que volvía
los ojos turbios al vuelo simple y dulce de los alcaravanes. Todo era silencio.
No sonaba más que:
“Al-fan-huí, al-fan-huí, al-fan-huí”.
Comenzó a abrirse el nublado. La llovizna se teñía de sol y se irisaba.
Aún volaron un poco los alcaravanes bajo el aguasol. Cuando cesó la lluvia, se
fueron tras de la niebla. Se fueron poco a poco, posándose y levantándose,
dando vueltas cada vez más largas. El cielo abría cada vez más. Alfanhuí vio
perderse a los alcaravanes y su nombre también se perdía y se quedaba,
silencioso, en el aire. Las nubes se rajaron y por la brecha salió el sol.
Alfanhuí vio, sobre su cabeza, pintarse el gran arco de colores.
¿No veis también a Ferlosio, al
lado de Alfanhuí, entre los alcaravanes, la lluvia, la niebla y el sol?
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