A ver cómo me las bandeo en esta
aparente contradicción. Termino de leer este libro: Una historia de España,
escrito por Arturo Pérez Reverte. Por cierto, aquí el empleo de la palabra Una
se antoja fundamental. No me detengo en su glosa. Es en mí ya casi etiqueta
natural el hecho de defender que la Historia me interesa casi exclusivamente en
tanto que repercute en mi vida y en mis días. Los historiadores casi se enfadan
conmigo ante esta formulación tan radical. Luego tomamos un vino, aclaramos y nos
reconciliarnos. Veamos.
Solemos engolfarnos en los
elementos que nos trae cada día, y, de ellos, solo en los que seleccionan los
medios de comunicación, que, de esa forma, crean la historia que les interesa y
nos conducen por un camino estrecho y acotado a su antojo. Por lo demás, el
tiempo y los acontecimientos se producen a tal velocidad, que no tenemos tiempo
ni para describir los más importantes. El formato audiovisual y otras
zarandajas condicionan el resto y lo explican, aunque no lo justifiquen. O sea,
que andamos todo el día mirándonos el dedo sin poder ver el ni el bosque ni la
luna.
Tal vez por ello, sentarse unos
ratos a echar un vistazo al recorrido que han trazado y han hollado nuestros
antepasados, o nosotros mismos, ya con alguna edad para contarlo, tal vez
suponga un remojón saludable y esponjoso, pues vuelven a la memoria, en
pasarela continuada y en desfile al desnudo, los principales episodios que nos
explican el presente, ese que nosotros protagonizamos, o que creemos
protagonizar.
A socorrer esta necesidad creo
que acude este libro de Pérez Reverte, autor con el que no siempre estoy de
acuerdo -me lo imagino respondiendo: “Ni falta que hace”-. No se trata –y ahora
soy yo el que repite: “Ni falta que hace”- de la obra sesuda y minuciosa de un
historiador profesional, sino más bien una especie de índice, de resúmenes de
etapas de nuestra Historia. Pero me parece que ofrece las claves de las mismas,
y que un historiador no haría otra cosa que glosar estos resúmenes tratando de
llegar a causas y consecuencias de segundo y tercer orden a partir de estas
ideas generales.
El estilo coloquial e inmediato
con el que Pérez Reverte adoba el contenido no hace más que añadirle atractivo
a lo que se cuenta. De esta manera, la lectura se hace sabrosona y apetitosa.
Es verdad que se usa el trazo grueso y descalificador con mucha frecuencia,
sobre todo poniendo el foco en personas concretas y estamentos. Pero es que a
uno el cuerpo y la mente le piden eso y mucho más en cuanto empieza a acumular
hechos, imágenes y realidades. Por eso, al final queda un poso de amargura y de
desazón, como de certeza de que no hay solución posible en esta piel de toro de
nuestras entretelas. Y eso, sobre todo, porque no sabemos hacer mejor cosa que
tirarnos continuamente los tratos a la cabeza, como si tuviéramos inyectado en
sangre un gen cainita que no nos dejara parar. De nuevo las palabras del poema
“De todas las historias de la Historia,
la más triste, sin duda, es la de España”.
Habrá que empezar de una jodida
vez a gritar que tampoco somos tan malos y que la Historia nos ha reservado, a
pesar de los pesares, hechos y hazañas importantes; y que no todo lo de aquí es
malo ni lo de fuera bueno. Papanatas, que somos unos papanatas. Y merecemos
nuevas oportunidades. Eso sí, que los dirigentes, y nosotros mismos, no se
apuñalen ni nos apuñalemos por la espalda a la primera oportunidad. Coño.
Voy a dejar aquí copiadas las
palabras con las que el autor cierra sus consideraciones. Apuntan a un futuro más
optimista y vigoroso. Las suscribo en muy buen a medida: “…Somos, entre otras cosas, uno de los pocos países del llamado
Occidente que se avergüenzan de su gloria, que insultan sus gestas históricas,
que maltratan y olvidan a sus grandes hombres y mujeres, que borran el
testimonio de lo digno y solo conservan, como arma arrojadiza contra el vecino,
la memoria del agravio y ese cainismo suicida que salta a la cara como un
escupitajo al pasar cada página de nuestro pasado (…). Lean los libros que
cuentan o explican nuestro pasado: no hay nadie que se suicide históricamente
con tan estremecedora naturalidad como un español con un arma en la mano o una
opinión en la lengua. Creo -y seguramente me equivoco, pero es lo que de verdad
creo- que España como nación, como país, como conjunto histórico de naciones y
pueblos, o como queramos llamarlo, ha perdido el control de la educación
escolar y la cultura. Y creo que esa pérdida es irreparable, pues sin ellas
somos incapaces de asentar un futuro. De enseñar a nuestros hijos, con honradez
y sin complejos, lo que los españoles fuimos, lo que somos y lo que, en este
lugar apasionante y formidable pese a todo, podríamos ser si nos lo propusiéramos”.
Con dos cojones.
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