Todo el año es carnaval. No
sabemos cómo hacerlo, pero no dejamos de buscar excusas para disfrazar todo y
disfrazarnos todos de apariencia y de mentira. El mundo es puro teatro y el que
no salga en la foto no existe. Andamos como en una realidad gaseosa que
necesita reinventarse cada minuto para seguir viviendo, sin darse cuenta de que
así no hay nada que sostenga nuestros pies y que, si miramos hacia abajo o
hacia el horizonte, no podemos más que ver el abismo. De esta manera, nos
hacemos aire, nos dejamos llevar hacia el lado que empuje el viento y no
oponemos ni la menor resistencia mental a lo que nos dan enlatado y a la
velocidad del rayo. Qué pena.
Me cuentan que el alcalde de mi ciudad,
ciudad estrecha y pendulona, nuevamente candidato a alcalde por el PP (¿No se
le ocurrirá pensar que ya ha cumplido y que no es bueno que se empeñe en “salvar”
a tanta gente?), se desayuna cada día inaugurando todo lo que encuentra a su
paso, y que le importa poco que se trate de un simple bolardo o de la torre de
Babel, el caso es hacerse fotos y predicar que todo lo ha hecho él. Además,
recordará como logros de los últimos cuatro años todo lo que se ha venido
consiguiendo de diversas maneras en los últimos veinte o treinta. No me lo
invento: lo viene haciendo así siempre.
Lo último parece ser que ha sido
un reparto de bolígrafos en la fiesta de la matanza del cerdo. Vaya por Dios,
acaso de allí nacieron escritos varios exponiendo la realidad del ganado
porcino y del matadero en nuestra ciudad. Menos mal que, al fin y al cabo, se
trataba de bolígrafos, que hasta pueden incitar a juntar algunas letras en un
papel o a hacer algunos deberes escolares. O sea, que vamos a tener que acabar
felicitándolo. Si es que está en todo.
En un plano algo más serio,
convendría mirar las formas por las que se prohibiera tanta tontería y exhibición.
No mucho más allá llega el regalo de caramelos o globos por las calles en período
electoral. ¿Es que no hay algo más serio que ofrecer? ¿Esto no iba de ideas, de
programas y de propuestas? Ojo, que esta práctica alcanza a varios partidos políticos.
No se discute la libertad de
hacerlo sino la conveniencia o el significado de esos hechos. Y, por supuesto,
se rechaza del todo cuando se usan dineros públicos para ello.
A mí, sin embargo, me preocupa
mucho más la otra parte contratante, o sea, la cantidad de gente que “se deja
llevar” por estos usos y costumbres. Porque, cuando en un mal uso es la minoría
la que actúa mal, tenemos menos trabajo para corregir el error; pero, cuando
ese hecho afecta a una mayoría, entonces el mal anda más arraigado y el enfermo
tiene peor pinta.
Actos como inauguraciones a
destiempo y de cualquier minucia tendrían que estar penados con la
indiferencia, con el silbido y con el rechazo a la hora del recuento de
papeletas de votación; tendrían que provocar un efecto bumerán inmediato: sería
la mejor forma de cortarlos de raíz y de gritar a la cara que no nos tomen por
tontos. Para ello, claro, hay que sentirse tomados por tontos. Si lo que
sentimos es halago inmediato e imbécil, apaga y vámonos.
Pues eso, que quizás apagamos y
nos vamos.
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