La curiosidad mantiene
con vida al ser humano. Es tal vez la presencia de la curiosidad lo que más nos
separa del resto de los animales. Cuando se desvanece el empuje de la
curiosidad, la vida empieza a perder pasión y sentido.
Se trata de un nivel
superior, de un escalón más alto que aquel impulso ciego que impele a mantener
la vida y a prolongarla en la medida que nos sea posible. La fuerza y el empeño
en la supervivencia sigue siendo para mí un último misterio que no acierto a
descifrar pero que me subyuga. ¿Qué es lo que impulsa a un árbol a revivir cada
primavera? Se me dirá que se trata simplemente del cumplimiento de unas leyes
químicas. Vale. ¿Y el aliento para esas leyes químicas? ¿O acaso existen desde
siempre? ¿Por qué un ser vivo se agarra con todas sus fuerzas a la vida, si
sabe que existen unas leyes que le van a impedir continuar en ella?
Pero decía que la
curiosidad está en un peldaño superior, pues implica un deseo consciente de
acercarse a nuevas experiencias. Y esa consciencia tiene entre sus componentes
el de la voluntad. De modo que nos embarcamos en una singladura -esta dura toda
la vida y no solo una jornada- en la que se va aumentando el caudal de nuestros
conocimientos a medida que vamos dando satisfacción a nuestra curiosidad.
Cuando el conocimiento se
focaliza en un asunto, entonces se suele producir el nacimiento y el
crecimiento del amor hacia ese asunto, idea, persona.... Si así fuera,
podríamos afirmar que se cumple la secuencia conocer para amar. Un amor seguramente sólido y duradero,
conseguido paso a paso y descubrimiento a descubrimiento.
Existe otro camino que
invierte los procesos. Sería aquel que parte del amor, para conocer algo. Ahora
el proceso sería este: amar para conocer.
O para conocer más y mejor, desde una predisposición anímica favorable.
El primero apunta más al
dominio de la razón sobre el corazón; el segundo hace prevalecer el sentimiento
del amor sobre la razón.
¿Cuál de los dos es más
‘humano’? ¿Y si los sumamos en el mismo intento? Tal vez un ‘científico’
prefiera la primera ecuación: conocer
para amar. Acaso un ‘religioso’ se apunte a la segunda: amar para conocer.
El ser humano anda
intentando conjugar ambos elementos. La suma, sea cual sea el orden de los
sumandos, termina dando un resultado muy positivo: el de una vida intensa y
provechosa, con idas y venidas, con dudas y certezas, con ánimos y desánimos.
No será malo traer a la
práctica aquellas palabras de Unamuno: “Piensa el sentimiento, siente el
pensamiento”.
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