Me solazo en los zumos de la tarde,
cansada y distraída, sin motivos
en los que vaciar mis inquietudes.
Escucho, de unas manos temblorosas,
unas notas al viento de Chopin
y todo me susurra un eco inútil
de lo que fue y no es desde hace tiempo.
En esta laxitud en que me dejo,
algo marca los hitos
de la tranquila luz de mi memoria.
Son los montes y el río que, en lo hondo,
sigue lamiendo piedras todo el año,
Son la jara y la encina, es la ladera
y el horizonte aquel, donde la vida
censaba sus anhelos y sus límites,
el último refugio de los blancos
sueños de mi niñez.
¿Por qué razón la tarde me hace niño
y me sueña más limpio y más sencillo?
¿Qué lastre hace de mí un ser olvidado,
de más allá del tiempo? No es posible
arrojar por la borda tanto estorbo:
me pesan, hasta el ay de la zozobra,
los sujetos, los entes más abstractos,
la sintaxis del mundo, tan confusa,
el ser que solo es uno, el individuo.
Hoy sueño en el vagido que separa
el germen mineral de los impulsos
por alzarse a la vida. Me seducen
los tiempos minerales, la inconsciencia
en que viví el principio de los días.
La tarde se despide a paso lento
mientras se hace invisible el horizonte.
Yo solo puedo ver que soy el último
en advertir el barro de las sombras.
1 comentario:
¡Qué duro es!... a veces, revivir.
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