Si el fin no es el mercado ni la ganancia particular sino el hombre, el ser humano, la mejor capitalización será, sin ninguna duda, la que invierta sus esfuerzos y sus recursos en ese ser humano, en ese ser en el que va a poner todo su entusiasmo y del que espera todos los beneficios cuando desarrolle todas sus potencialidades. O sea, que, incluso en términos estrictamente económicos, y hasta monetarios, la mejor inversión es la de considerar al ser humano como fin y nunca como medio.
Como medio se le ha tratado durante casi toda la Historia: primero desde la esclavitud mental y religiosa, que lo sometía a voluntades extrañas y esotéricas, interpretadas por los poderosos siempre; después como una fuerza más de la cadena productiva, de la que había que obtener las mayores plusvalías, o sea, como simples fardos o tornillos; por último como masas sin capacidad de reacción ante la potencia de los llamados mercados, dominados también por un grupo absolutamente minoritario y despiadado que no se conforma con nada y que carece de escrúpulos por esconderse en la impersonalidad y en las cuentas bancarias.
Por encima de todas estas situaciones, hay que hacer emerger al ser humano -utilizo conscientemente la palabra “emerger” porque considero que anda en nuestros días sumergido y ahogado en un mar de agua que no le deja respirar siquiera- hasta ponerlo en la cúspide y en la meta de toda planificación y de todo esfuerzo y sistema social. No es nada fácil pedir las voluntades de los ciudadanos, ni siquiera las de muchos de los que peor lo pasan en situaciones como las actuales: los tiempos y los urgencia no siempre dejan razonar.
¿En qué hay que invertir para capitalizar a cada ser humano y no solo a unos pocos de tal manera que no aumentemos cada día el abismo que separa a un grupo de privilegiados del resto? Sospecho que, a poco que serenamente razonáramos, nos pondríamos de acuerdo. La inversión que más réditos nos va a producir a medio y a largo plazo es la que dediquemos a la educación. Con ella conseguiremos despertar en todos y en cada uno de los ciudadanos las inquietudes suficientes como para que despierte y para que desarrolle sus particulares capacidades, que ha de poner sin reparos al servicio de la comunidad.
Echo la vista atrás y considero la extensión y la calidad de la educación. A lo largo de la Historia, el asunto de la educación ha sido un asunto de minorías, un asunto aristocrático reservado solo para unos cuantos privilegiados. Primero bajo la batuta conventual y religiosa, los únicos que tenían tiempo libre y adquirían la posibilidad y el privilegio de aprender a leer y a escribir, y desde el sometimiento a los criterios religiosos y de los que los administraban. Después, desde el Renacimiento, como posibilidad de ir incorporando el valor del ser humano y sus posibilidades desde el Humanismo. Todavía en la mitad del S XIX los primeros años escolares no eran obligatorios: la ley Moyano es de la segunda mitad, si no me falla la memoria. Y la extensión de la obligatoriedad hasta los dieciséis años es de hace no más de veinticinco años, medida recibida con gran rechifla y protesta de la derecha, por supuesto. Que cada cual analice qué grupos sociales han empujado siempre en un sentido y en otro y que extraiga sus propias conclusiones. Lo mismo se puede decir de la enseñanza media y de la universitaria.
Y, si aún queda un ratito para pensar, que se analicen las últimas medidas en materia de educación que se han aprobado en varias Comunidades Autónomas hace tan solo unos meses.
Porque los elementos teóricos tienen que preceder a las actuaciones prácticas, pero no anularlas sino todo lo contrario, tienen que justificarlas y servir de pilar para llevarlas a cabo con energía. A partir de este principio, se ejecutan planes de estudios, horarios profesionales, carreras docentes, calendarios, construcciones escolares, tipos de asignaturas, perfiles académicos, valor de las enseñanzas, objetivos de las mismas, división y tipos de enseñanzas públicas, concertadas o privadas, existencia o no de subvenciones, parte del PIB que se dedica a la educación, escalas de valores… y todo un enorme conjunto de medidas que afectan a la economía dineraria pero que, sobre todo, modifican el valor de futuro de las sociedades. ¿Cómo va a ser lo mismo dar preminencia, por ejemplo, al cultivo interior de la persona que dedicar más esfuerzos a los aspectos exteriores y de triunfo?
Una concepción socializada de la enseñanza, entendida en su sentido más amplio y humanista, no puede permitirse el lujo de dejar fuera de juego a ningún elemento de la comunidad. Cada uno tendrá que desarrollar sus potencialidades, que no serán las mismas en todos; la comunidad tiene la obligación de facilitar a todos las mismas posibilidades y de exigirles después según las diversas capacidades. Por eso, si no alzamos la mirada, también en este campo, sobre todo en este campo, nos quedaremos una vez más en una lucha fratricida en la que van a vencer solo que pertenecen a un grupo de privilegiados pero va a perder muchísimo más toda la comunidad. También en términos estrictamente monetarios.
Y, por supuesto, con una gestión activa y racional de todos los medios, que las ideas no nos deben ocultar las buenas prácticas ni las máximas exigencias
Qué lejos todo esto de pensar pobremente en exámenes y en expedientes, en aprobar oposiciones y en situarse confortablemente en la rueda de la fortuna, de mirar a la lucha para ver vencedores y vencidos, de acogotarnos solo con gestión de unas perras, y con tirarnos los trastos a la cabeza en medio de insultos y de acusaciones siempre personales y morbosas.
Dicen que esta noche empieza la campaña electoral. Pues qué bien.
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