Para mí el S XVIII significa el comienzo de muchos procesos que nos acercan a la modernidad. Por decirlo con pocas y sencillas palabras, parece que es el primer siglo que podíamos llamar del “sentido común”. Es como si de una vez se empezara a mirar el ser humano con cierta capacidad para razonar y para extraer consecuencias que tienen uso y producción en la vida diaria. Tal vez por eso se dice que es una época más “prosaica”, menos impulsiva. Yo me he atrevido a llamarla de “sentido común”.
Solo se percibe esta dirección en los más sensatos y reflexivos, que no son más que una exigua minoría, claro. Y, aun entre ellos, se nota una candidez tal, desde la perspectiva del momento presente, que, leyéndolos, uno siente algo de ternura y no sé si hasta algo de compasión.
Un autor que pertenece a este grupo de intelectuales es, sin duda, Benito Feijoo. En su “Teatro crítico universal” repasa, con esta dulzura del sentido común y de la lógica más elemental, algunos aspectos de la vida de su tiempo: medicina, almanaques, astrología, profecías y asuntos lingüísticos y literarios.
El buen hombre -y seguramente también hombre bueno- dedica un capítulo al “Desagravio de la profesión literaria”. Por entonces, literatura poseía un sentido etimológico estricto y se aplicaba a todo lo escrito con letras. Corría la leyenda urbana de que la dedicación al estudio de las letras (en este sentido amplio) acortaba la vida de los estudiosos. Feijoo se empeña en demostrar que no hay tal, y que, muy al contrario, sucede al revés. Para ello aporta nombres de estudiosos de las letras longevos y saludables y acumula citas, incluso de obras, dedicadas a demostrar lo que él defiende. Así por ejemplo, cita a Bacon de esta manera: “Huic próxima est vita in litteris philosophorum, rhetorum et gramaticorum. Degitur huic quoque in otio, et in his cogitationibus, quae, cum ad negotia vitae nihil pertineant, non mordent, sed varietate et impertinentia delectant: vivuunt etiam ad arbitrium suum, in quibus maxime placeat, horas et tempus terentes.” (Próxima a esta -a la vida de los religiosos eremitas o contemplativos-, es la vida de los filósofos, retóricos y gramáticos, consagrada a las letras. Viven tranquilos y ocupados por pensamientos que, no teniendo nada que ver con los negocios de la vida, no desgastan, sino que deleitan, por su misma variedad: viven, además, a su antojo y pasan las horas y el tiempo en aquello que más les agrada).
Y luego, como un poco arrepentido, da algunos consejos para estas prácticas. Advertencias: “Que no se exceda en el estudio. Que no se exceda en comida y bebida. Que se interponga oportunamente el ejercicio temporal con el mental. Que se alternen con el estudio algunas recreaciones honestas. Que se varíen los estudios en diferentes materias.” Parece todo un curso de técnicas de estudio, o un resumen sacado de un libro de autoestima. Como se ve, no muy alejado de lo que el sentido común podría decir hoy mismo.
Más que estos elementos, que doy por sentado que obedecen al sentido común más elemental, me importaría saber si el estado de ánimo en el que tiene que trabajar el creador (ahora el significado de literatura es ya más restringido) termina pasándole factura en su propia biología. Pienso en los ratos tensos que pasa el que reflexiona y trabaja para imaginar un nuevo mundo mental extraído de la nada, o aquel que reflexiona con la palabra acerca de la situación de la comunidad que lo rodea. ¿Terminará cargando su humor y su estado de ánimo? Y, si así fuera, ¿esto repercutiría en su salud, para bien o para mal? Y aun más, si esto fuera así, ¿se puede hacer algún paralelismo entre la creación y la amplitud de la vida como intenta negar Feijoo?
Acaso la aparente ingenuidad de clérigo benedictino Feijoo no es tal. Aunque las variables son tantas (sedentarismo, medios de comunicación…), que ver el esquema que nos presenta el benedictino nos hace sonreír.
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