Nunca he visto llorar a un gato. Si he de ser sincero, a ningún animal salvo al ser humano. No tengo capacidad para indagar en las cualidades internas de los animales ni en las secuencias químicas que sus cuerpos producen, pero tengo para mí que este fenómeno del llanto es uno de los que nos diferencian del resto de los ejemplares de la especie. Por cierto, y solo a título de curiosidad -o no-, me reconozco como un llorón, un lágrima fácil y un ser emocionable a nada que alguna contemplación se me ponga a tiro.
Parece que el llanto no es más que la expresión física de un dolor, sea este externo o interno. No sé cómo se podría defender razonablemente lo contrario. Pero esa expresión solo se produce después de sentir el dolor, no se trata de una reacción inmediata sino que es la consecuencia de pasar por la criba el sentimiento de dolor. Algo siento en mi cuerpo antes de ponerme a llorar, y algo siento antes de emocionarme con algún fenómeno externo a mí.
Me parece que si habláramos un poco en serio de esta expresión, exclusivamente humana, lo deberíamos hacer con un poco de seriedad pues, en el fondo, nuestra vida no es más que la continua superación de fenómenos dolorosos. El dolor termina siendo así fuente inexcusable de vida.
Seguramente tanto el llanto sobre un dolor personal como el que se produce por un dolor ajeno se desarrollen de la misma manera. En estas breves líneas me interesa el que procede del exterior, el que me provoca conmoción y llanto desde un suceso que no tiene como representante a mi cuerpo, pero creo que las consideraciones se podrían aplicar a cualquier tipo.
¿Cuál es la situación anímica del que llora? Tal vez se parezca a esta. Ante el sentimiento de dolor, nos reconocemos en la debilidad, y, en esa debilidad, sentimos piedad de nosotros mismos, nos compadecemos y hacemos representación de esa compasión en el fenómeno del lloro. Hay, creo, siempre un reconocimiento de debilidad y un fuerte sentimiento de piedad por nosotros mismos. De hecho, el lloro es siempre un desahogo físico y, sobre todo, emocional.
Cuando alcanzamos la posibilidad de situarnos en el lugar del otro, cuando entendemos que su estado de debilidad podría ser la nuestra, cuando reconocemos que el dolor es sentimiento universal, aunque tenga concreción individual, entonces volvemos a realizar el mismo proceso, ahora desde una sublimación de ese sentimiento. Cualquier ejemplo nos podría dar claridad. Pensar en la situación de debilidad de un niño, imaginar una desgracia o la muerte de un ser querido o reconocer la situación de un grupo social claramente excluido por el hambre y la miseria rescatan imágenes suficientes y luminosas como para entender este proceso.
En el fondo, es como si quisiéramos compartir ese dolor propio con los otros y el de los otros con nosotros mismos. Hemos realizado un acto de los más sublimes que podamos imaginar: ponernos en el lugar de los demás.
No siempre el dolor tiene representación negativa. La esencia de un atardecer en una naturaleza determinada puede producir un dolor positivo y un lloro emocional. Creo que el proceso es el mismo y que es tan sublime un lloro como el otro.
Tal vez visto así el lloro no debería ser ni contenido ni desaprobado, sino reconocido como una manifestación reservada a los humanos y consecuencia de un proceso noble.
No sé si nuestra cultura ha favorecido mucho su expresión con aquello de que “los hombres no lloran” y frases de este tipo. Cada uno sabrá.
Por elegir un llanto, me quedo con el de un niño indefenso y con el que puede desencadenar en mí su situación.
Quizá la expresión eclesial “Ten piedad de mí” no estaría mal interpretada si la entendiéramos como “ponte en mi lugar”, “llora conmigo”, “comparte conmigo el dolor”.
Tal vez porque las personas lloran una a una, pero el dolor tiene esencia universal y debería afectarnos siempre un poco a todos. Tal vez.
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