Como por salirme de la que está cayendo en forma de chorizos, aprovechados, oportunistas, ventajistas, desaprensivos, egoístas, trincones, mangantes, desalmados… O acaso por echarle el ojo desde cierta distancia y con un poco más de formalidad. O tal vez simplemente por quitarle unos minutos al tedio del paso del tiempo. Porque el tiempo pasa, que es lo que siempre pasa.
El caso es que me detengo en dos palabras que tal vez definan bastante bien comportamientos humanos con los que nos podemos encontrar en cualquier sitio. Tampoco se trataría de poner ni una valla en la linde que no se pueda traspasar, ni una raya en el agua que no distinga lo de aquí y lo de allí. Todos estamos hechos de elementos contradictorios y un error lo comete cualquiera. Eso ya se da por hecho. No es eso, no es eso, que decía el filósofo.
Lo que interesa son los comportamientos y las tendencias, las costumbres y los hábitos, lo que se repite hasta el punto de hacerlo graciosa o desgraciadamente del paisaje natural y cotidiano.
En esos comportamientos, hay gente que se mueve sobre todo por el ÉXITO y hay gente (¿cuánta?) que se mueve por la EXCELENCIA.
Las definiciones de ambos términos en el DRAE nos sitúan en concepciones de la vida distintas. Pero no es necesario ir a tan altas referencias. Hace falta acudir a otras aún más altas y poderosas: las de la experiencia y el sentido común.
Descubrir comportamientos humanos en los que el vértice de la escala de valores sea la excelencia es casi como buscar una aguja en un pajar, es como proclamar a los cuatro vientos que los jueves hay milagro. Pero, cuando se produce tal hallazgo, la sensación resulta definitiva, la emoción que causa deja huella permanente y, desde ese momento, uno tiene la impresión de que está ante una persona que merece la pena. No excluye la excelencia la eliminación del yo, pues la calidad bien entendida empieza por uno mismo, pero en el fin y en las intenciones siempre están los otros, siempre cuenta el futuro y no solo el presente y se articulan variables que alcanzan miradas altas y escasamente egoístas; los detalles cuentan en todos los sentidos y siempre se huele una escala de valores detrás de lo que se hace que justifica los esfuerzos y que alcanza relevantes resultados. La excelencia es pensar que todo es mejorable y que vale más lo más amplio y social que la verdura de las eras de un momento, por mucho que este deslumbre.
El éxito es eso que vemos cada día, que necesita mostrarse y hacerse visible para sobrevivir, que precisa de los ropajes externos y del aplauso inmediato para sentirse vivo, que se muere si no le dan aplausos los vecinos. Para ello le sirve cualquier cosa y suele acudir a cualquier medio con tal de que le regalen los oídos y a veces otras partes del cuerpo, siempre externas porque las internas las tiene obturadas.
Uno abre los ojos y mira. Y ve con asombro que demasiada gente se apunta al éxito como único enganche a la vida, como sola manera de justificar su existencia. La comunidad ha creado una escala de valores en la que el éxito parece lo único existente y lo único meritorio. Al éxito le arrimamos el dinero y la fama para crear una bebida espiritosa que causa efectos fulminantes. Las leyes, programas políticos, medios de comunicación, instituciones económicas o deportivas, y hasta reuniones de vecinos parecen orientadas solo a este fin.
Después miramos solo a los chorizos, sin pensar que acaso hayamos hecho la matanza antes de que esos chorizos se hayan secado tranquilamente en los palos.
No será lo mejor ponernos estupendos ni maniqueos, pues el ser humano, por naturaleza, busca la aprobación de los demás: somos una simple bacteria pidiendo auxilio y relación con los otros. Pero destacar lo exquisito de la excelencia, lo magnífico de la obra bien hecha, lo rechazable de lo grosero y hueco, lo inconsistente de lo inmediato por lo inmediato… en los tiempos que corren parece de obligado cumplimiento. Es tanta y tan maloliente la zafiedad…
Acaso es que, como decía fray Luis para el estilo, la exquisitez también es “negocio de particular juicio”. Acaso.
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