Hace tan solo un par de horas que he conocido la noticia de que el Papa Benedicto XVI renuncia a ejercer su cargo porque dice: “He de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio”. Aquí copiar las palabras es un ejercicio de exactitud pues nadie puede pensar que no han sido muy bien meditadas antes de hacerlas públicas.
Me miro y me remiro y no salgo de mi asombro. Esta es práctica desconocida en la historia de la iglesia católica. Nada menos que 600 años desde el último caso. Y circunstancias favorables para que esta posibilidad, escondida en algún canon lleno de polvo, se hubiera ejercitado sobran: repasar la historia de tantos y tantos pontífices invita a pensar no solo en la renuncia sino en consecuencias mucho peores.
El último Papa se arrastraba casi literalmente y hasta mostraba su cara encendida de enfado por no poder casi ni balbucir unas simples palabras. Pero no cejó en el empeño hasta el último día.
¡Qué habrá visto el buen hombre para tener que tomar esta extraordinaria decisión!
En este tipo de instituciones hay un conglomerado de doctrinas, de liderazgos, de apariencias, de inspiraciones de palomas y, en definitiva, de práctica diaria, que impiden casi absolutamente que esto pueda suceder.
No soy ningún experto en ese mundo eclesial, ni tengo interés en llegar a serlo, pero es claro que hay asuntos que no encajan en absoluto y que, sea como sea, esta es noticia que afecta a todo el personal que en el mundo se mueve. A unos por la curiosidad, a otros por reflexiones de tipo social, y a muchos casi por hinchazón mística. De hecho, en esta sociedad de la piel de toro, por ejemplo, ya ha dado un gran respiro al asunto de la corrupción y de la crisis y, durante el próximo mes, no habrá día en el que no nos desayunemos con alguna variante de la noticia, del proceso de renuncia y de la elección del nuevo Papa.
La posibilidad de que todo se reduzca a la convicción de que, a cierta edad, es bueno dar paso a otras manos y a otras mentes existe, pero no es fácil de entender para el caso, sobre todo teniendo en cuenta los antecedentes históricos que hay. Será, sin duda, la que traten de ofrecer las gentes de la jerarquía y los fieles más dóciles. Allá ellos. Aventuro incluso que se apresurarán a clamar que en la iglesia sí que se ofrecen ejemplos y práctica de dirigentes que dimiten y lo dejan, como ejemplo para todos los demás. No hace falta ser muy listo para adivinarlo. Es práctica común a lo largo de la Historia. Niegan todo y, en cuanto aparentan cambiar el rumbo una vez, se proclaman adalides de esa práctica. Hay ejemplos a millares.
Qué sencillo sería entender que la biología impone lo que impone como algo normal e inevitable. Pero entonces las cosas se harían más creíbles y el halo misterioso y celestial se caería y nos vendríamos a la razón y al sentido común. Y eso no encaja ni cabe en las religiones. Solo existen en tanto que se siguen escondiendo en el misterio y en las inspiraciones oscuras y accesibles solo a la jerarquía, que, curiosamente, es la que tiene que interpretarlas.
Se me ocurren otras dos vías de explicación y de exploración. Solo como indicios.
La primera tendría que ver con la situación de esa iglesia en el mundo. Este Papa tiene la losa de todas las religiones monoteístas: dogmatismo a discreción. Pero no es precisamente de los menos dotados entre sus congéneres. Él es el jefe supremo de una iglesia con sedes vacías, con menos fieles cada día, con los curas envejecidos en todos los lugares, con muy pocas vocaciones, con casi toda la juventud alejada de sus prácticas y con un futuro bastante incierto y siempre a la baja. Hay que suponer que sus obispos le tendrán al corriente de lo que sucede, por más que no hay más que abrir los ojos para verlo.
Sería entonces una mirada más humanizada y un poco más racional la que le habría empujado a tirar la toalla y a reconocer su incapacidad para continuar sin conseguir el éxito.
La segunda -tal vez en relación no alejada de la anterior- nos llevaría a considerar la situación interna de la Iglesia y de su jerarquía. Este es un mundo siempre cerrado y en busca del poder de muchos de los que merodean el Vaticano. ¿Quién puede conocer de verdad lo que anda por ahí metido? Mejor casi ni intentar imaginarlo.
Acaso haya algo de todo y la suma dé una losa que abruma hasta al mismo ungido por el Espíritu. Porque lo más extraño para mí es que ellos suscriben, en un botellón místico eterno, la iluminación del Espíritu y, en cuanto una persona es nombrada para la jerarquía, ven en ella al mismo cielo en persona y se echan a sus pies como si aquello fuera el éxtasis.
¿Cómo bajar del pedestal a un Papa en vida? ¿Y el Espíritu y su iluminación? ¿Y la sumisión que exigen las religiones monoteístas? ¿Y dos Papas vivientes y vivos? ¿Adónde dirigir la peregrinación y los vítores?
De momento, la sensación predominante en mí es la de la sorpresa y la de la falta de explicación razonable de este hecho absolutamente único e histórico. Ya se irán conociendo detalles.
Tampoco es difícil aventurar que el sucesor recorrerá los mismos caminos, porque la base es la que es y los posibles pastores están cortados por el mismo patrón: es difícil encontrar una institución más arcaica en las formas y en las prácticas y, sobre todo, tan varada en elementos irracionales y dogmatizados. De modo que poco nuevo se puede esperar.
Me gustaría estar en la mente del ciudadano Ratzinger para saber qué conjeturas y qué premisas conforman sus silogismos. Sobre todo en él, que parece que tiene demostrada la capacidad para producirlos.
Veremos.
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