En medio de esta turbamulta, de sobres y de robos, de cuentas y de cuentos, y hasta de descuentos, de defensas patéticas de lo indefendible y de desilusiones generales, el mundo sigue girando y las tardes vuelven al horizonte imperturbables y cada día con más luz, la gente continúa en su día a día, poblando las aceras y rumiando las cosas de la vida. La vida sigue y seguirá sin pausa cumpliendo sin descanso sus quehaceres, la intrahistoria seguirá forjándose en silencio y todos nos dejaremos ir en el rumor del tiempo y del espacio.
Los medios de comunicación continúan marcando el ritmo y seleccionando las páginas en las que quieren que fijemos nuestra atención. El medio sigue siendo la noticia, como dijo el estudioso del tema y puede comprobar cualquiera desde el sentido común, y todo lo demás se rebaja hasta la sordina y hasta casi el silencio.
Hace tan solo un par de días leí en un periódico provincial que aquello de “Los papeles del archivo de Salamanca” se había terminado de juzgar en el Supremo con veredicto favorable para la administración y para los catalanes que se los llevaron a sus tierras. Había perdido el ayuntamiento de Salamanca, y habían perdido sus arcas municipales una pasta gansa.
Ni me gusta ni me disgusta la sentencia, pero echo la vista atrás y no puedo menos de escandalizarme de nuevo con lo que tanto me escandalizó en aquellos días.
Apenas fuimos unos muy poquitos -al menos que yo sepa- los que nos atrevimos a denunciar por escrito la demagogia a raudales que se practicaba con este asunto desde los poderes públicos locales y provinciales en Salamanca. Cuando incluso los representantes regionales vociferaban considerándose maltratados por los poderes centrales del Estado y resaltando la supuesta alta dignidad de los castellanos en este asunto, escribí un artículo de opinión en El Adelanto de Salamanca con este expresivo título: “Aquí un castellano indigno”. En él venía a describir que no me sentía en absoluto indigno por el hecho de que se llevaran a otras tierras esos papeles en el proceso de una recuperación de algo que había sido expoliado muchos años antes y que debía volver a su sitio. Creo que este artículo fue una de las razones por las que me “invitaron” a dejar de escribir opinión en ese periódico.
No es el caso de recordar las circunstancias en las que estos hechos se producían y que justificaban mi opinión y mi postura. Tampoco me puede extrañar que hubiera personas que defendieran la unidad del archivo: sus razones tendrían. Tampoco despiertan en mí demasiadas simpatías las partes demandantes de dichos papeles precisamente. Nada puedo decir contra el hecho de que, después, se haya peleado jurídicamente por esos papeles.
Lo absolutamente asqueroso e insoportable fue el mar de demagogia que se desbordó y que anegó a infinidad de personas e instituciones locales, provinciales y regionales. Hubo manifestaciones pagadas, autocares y bocadillos gratis, discursos absolutamente babosos desde el balcón del ayuntamiento (aún tengo en la retina la imagen de un tal Alfonso Ussía en aquel balcón y siento asco), pancartas aireadas por gente que no sabía ni leer, cambio de nombre de calles en el peor de los estilos matones y barriobajeros, retransmisiones en directo de desfiles procesionales en pie de guerra por las calles de Salamanca y todo tipo de triquiñuelas y despropósitos que, solo porque la distancia pone pátina de olvido en su recuerdo, no provocan de nuevo vómitos y diarreas cuando se vuelve sobre ellos. Yo creo que no he asistido nunca a un proceso tan gruesamente demagógico y vergonzoso como lo fue aquel durante varios años.
Tengo la certeza moral de que muchos de los que azuzaban estas expresiones con dinero público sabían que no tenían razón, y mucho menos en las prácticas y en los tonos que utilizaban. Poco les importaba. Bien sabían que poner en pie de guerra a una población para defender un archivo de cuya existencia no tenían ni idea, y mucho menos de sus contenidos y de su funcionamiento, les concedía réditos electorales abundantes. Y a ello se agarraron. No sabían, pobrecitos -y ahora estoy pensando sobre todo en la derecha salmantina-, que en esta ciudad y en esta provincia no necesitan de estas puñaladas para conseguir victorias electorales, pues ponen de candidato a un palo y saca mayoría absoluta, por desgracia.
Pero ahí están los hechos. Ahora casi nadie se acuerda de ellos. Hasta los mismos medios que llenaron portadas demagógicas por toneladas, con tal de vender periódicos e ideas rastreras, recluyen la noticia desfavorable para ellos a un rinconcito de sus páginas. La propiedad de los periódicos es de quien es y así nos va.
Y la Historia y la historia son lo que son. Creo que voy a pedir un medallón en la plaza mayor de Salamanca. Para vigilar desde él la cantidad de sinsentidos futuros que se seguirán produciendo.
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