miércoles, 13 de febrero de 2013

FUENTES PARA BEBER



Solemos gastar el tiempo en discusiones acerca de la bondad o la maldad de los hechos y de las normas que regulan nuestro paso por la vida. En ellas ponemos nuestros mejores esfuerzos y nuestro diverso poder de convicción. Porque defender nuestras posturas ante algo es no solo autoafirmarnos sino ganar territorio ante los demás. O al menos sentir que la comunicación y la relación se produce. Aquello de quién anda por ahí, por si puede y quiere responderme y compartir conmigo algo.
Tal vez no estaría de más pensar en los orígenes de esas leyes que ya vemos concretadas en principios o en hechos y ante los cuales nos enfrascamos con mayor o menor altura de miras.
No seré nada original si afirmo que, en resumen, tres son las fuentes de donde saca el ser humano los principios que han de sustentar las leyes y las acciones que los visualizan cada día.
Una tiene -y sobre todo ha tenido- que ver con las revelaciones. Es todo ese mundo confuso, borroso y enmarañado que conforma lo que llamamos las religiones. Para los fieles más convencidos, incluso se sitúa en primera línea de salida y en el vértice de la pirámide, y todas las otras fuentes tienen que ser manantiales secundarios de ella. Por eso tantas discusiones entre fe y razón, y por eso tantas guerras y tanto fanatismo por la Historia.
La segunda manaría agua de lo que se llama ley natural. Y natural tiene que ver con naturaleza. Y naturaleza nos evoca cambios lentísimos, casi imperceptibles e incluso como por encima de los cambios sometidos a la mente humana. En todo caso, la naturaleza se puede estudiar, aunque no sea fácil cambiar. Y en ese estudio puede participar cualquier mente humana; es decir, que la ley natural, en lo que se refiere a su conocimiento y a su seguimiento, se democratiza, se hace humana, se doma y se asimila, por más que todo ello se haga con dificultad. Pertenece, por tanto, más al dominio humano, es un pozo más asequible para nuestras mentes.
La tercera y última es la que se basa en las convenciones sociales, en eso que llamamos leyes, desde las más generales, como puede ser la declaración de derechos humanos, hasta los reglamentos más particulares.
¿Cómo hacer conjugación de estos tres niveles? ¿Cómo hacer ver a los fieles de una religión que lo que no es accesible a la razón humana no puede ser impuesto como manera de comportamiento a todos los ciudadanos? ¿Cómo separar campos y tiempos de actuación entre los preceptos revelados y los de las leyes humanas? ¿De qué manera discriminar cuando las leyes humanas no coinciden con las reveladas? En separar ambos campos y en intentar hacer entender que, cuando haya contradicción, hay que aplicar la ley humana, como general y universal, ha consistido, en esencia, todo eso que llamamos modernidad. Aún andamos en ello y no con demasiado éxito.
Los creyentes de religiones monoteístas tienen un esquema muy sencillo, lo que no quiere decir que sea el más acertado. Con afirmar que la naturaleza y sus leyes proceden de su dios y que tienen que ser semejanza de él, lo tienen arreglado. En el escalón inferior se sitúa al ser humano, que, en mayor medida aún, es imagen del dios y ha se someter sus leyes a las reveladas. En esta jerarquía inmovilizada, en cuanto cambiamos la naturaleza del dios, aparecen los enfrentamientos inevitablemente, y con ellos las guerras más feroces. La Historia nos enseña infinitos capítulos de la misma estructura.
En cuanto aspiramos a dar protagonismo al ser humano, a todos, por su capacidad intelectiva, la pirámide se derrumba y aparece otra nueva edificación y otras morales y éticas diferentes. La virtud religiosa no es la misma que la virtud natural o que la virtud política. Esta última es cambiante según los intereses de la comunidad y esos cambios rechinan siempre en los otros pozos de la naturaleza y de la revelación. Por eso los fanatismos, las resistencias, los inmovilismos, los escándalos, los fariseísmos y los blindajes ante cualquier cambio, la pervivencia de las costumbres más rancias…
¿Por qué, por ejemplo, hay tanta gente que apenas cumple mínimos de civilidad, es decir, de ética social y de comportamiento, y a la vez no falla a ninguna expresión de práctica religiosa?
Todavía andamos en época de hacer entender a muchos que existen diversas morales, diversas formas éticas, y que ya no es posible aquello de conmigo o contra mí, o aquello otro de fuera de mí no hay salvación. Y no es fácil avanzar: se caerían demasiadas torres. Y muchos palos del sombrajo.

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