sábado, 29 de junio de 2013

HOY FUE OTRA VEZ PIQUITOS

Tal vez no doy noticia suficiente de mis salidas múltiples al campo, aunque sigo sintiéndome en la gloria cuando paseo por él y me dejo llevar por lo que abarco dejando mis sentidos esparcirse como les viene en gana.
Estuve ayer de campo. Fue en la Peña de la Cruz. Y todo fue un festejo de luz y de amistad.
Hoy fue el lugar Piquitos. Otra vez en Piquitos. Esta sierra más chica, de menos corpulencia, se ha quedado con nombre diminuto frente a las otras sierras que la observan desde casi los cielos. Pero es un roquedal maravilloso, con una perspectiva deslumbrante. Alguna vez la he descrito y no he de repetirlo, entre otras cosas, porque no sé muy bien cómo poder hacerlo sin quedarme muy lejos de su hermosa certeza.
Pero sí quiero repetir cuantas veces pueda que hay tres elementos que me llenan de luz en mi conciencia. Es la primera la sorpresa que desde allí se ofrece a la mirada: las llanuras extensas de la amplia Salamanca, la crestería serrana de estos montes y de Sierra de Francia, con Gata en el final del horizonte; Ávila en sus cogotas y en sus sierras, con el Berrueco aislado en la llanura y el Almanzor perdido en las alturas; y los valles más próximos, que le sirven de pie y de asentamiento. Qué hermoso el Sangusín con sus llanuras, qué bello el Cuerpo de Hombre allá en lo hondo. Todo es amplio y regalo para el oficio hermoso de la vista.
La segunda es la mezcla misteriosa de piedras y de plantas. Piquitos es un parque temático de estatuas esculpidas por los siglos en las más duras rocas. Aquí no ha de esforzarse la imaginación para descubrir figuras memorables. Está Unamuno siempre con gesto pensativo; están todos los indios con pluma y con su cinta; hay figuras de altivos faquires que parecen estar casi en un éxtasis; y están los más cercanos: la lenteja, la tortuga, la cabeza del perro; e incluso hasta algún dios se ha convertido en figura de piedra, cual Jano guardando no se sabe qué puerta. No he conocido nunca museo natural más conseguido. Y tiene entrada libre, tan solo hay que subir a contemplarlo.
Y la tercera es suma de sabores. Ningún monte cercano guarda en el ras del suelo olores y sabores como este. Hoy los ofrecía todos pues es la mejor época de venta y de regalo. Allí por todas pares el tomillo -el rey de todo el monte-, sin levantar del suelo otra cosa que su flor blanquecina y su sabor de aromas intensísimos. El suelo está cosido y enhebrado de esta planta aromática y no hay más que pasar junto a la misma, rozarla con tus pies o acariciar su flor con cualquier mano para que todo el ambiente se cargue de un aroma que invita a la más dulce complacencia. Es el tomillo el rey pero su séquito compone toda una corte de especias que alegran todos los sentidos: los cantuesos, la manzanilla, el incipiente orégano, las escobas en flor en este año tardío, la mejorana, los espinos albares con sus flores vestidas de blanco y de inocencia, el agua que humedece algún regato… Y siempre los roquedos caprichosos y la brisa en lo alto, mezclando y dando fuerza a los sabores.
Desayunar allí con buena bota y un té bien aromado, con riego de un chupito de aguardiente, es hallarse en el museo de los sentidos. La vista se engrandece el oído se afina escuchando los aires y los pájaros, el olfato y el gusto se embriagan con especias tan fuertes y sabrosas, y todo se hace tacto pues las manos buscan brizar las matas o dejarse abrazar por las brisas que lo transportan todo.
Y es un museo barato. Tan solo hay que pagar con el billete de dejarse empapar por lo que ofrece ese espacio tan rico y misterioso de la naturaleza. Allí sigue esperando como siempre, mientras nosotros nos vamos alejando con presteza en la línea del tiempo.

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