En el fragor de las pendencias que se traen entre manos Sancho y Teresa Panza antes de la segunda salida de este y de la tercera de su caballero (Quijote, cap. 5, 2ª), acerca de la posibilidad de colocar a su hija como heredera o esposa de noble, a la mujer le da un ataque de cordura y dice: “Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto”.
Nada menos que de siete sentidos es de los que habla. ¡De siete! En realidad es que, en aquel entonces se hablaba, además de de los sentidos que hoy citamos, del sentido común y de la memoria. La buena mujer dudaba de contar con tal peso encima: nada menos que siete sentidos… Por eso enseguida los rebaja a cinco en incluso deja ver que acaso, en lo que a ella concierne, la cruda realidad los rebaje a un número menor. Una buena prueba es que enseguida se apea de sus afirmaciones y se deja llevar por el cuento de la lechera que le plantea Sancho.
Podría interesar de la buena mujer su sinceridad, acaso su campechanía, puede que su realidad de escasa inteligencia, quién sabe si su falta de ambición, y mil variantes más.
Hoy me importa simplemente enumerar y detenerme un instante en los elementos de los que nos servimos para alcanzar o tal vez crear la realidad. Nuestros sentidos, esos transportistas, esos tendidos eléctricos, esas autovías y esos almacenes que nos hacen posible la vida, al menos este tipo de vida en el que nos movemos y nos hacemos conscientes de lo que somos y, sobre todo, de lo que no somos.
¿Por qué no cultivamos en su justa importancia lo verdadero de los sentidos y nos quedamos casi siempre en los aledaños y en los arrabales de los mismos, que tal vez los adornen pero que escasas veces los mejoran? ¿Por qué de la vista nos interesan tanto las gafas y mucho menos la pupila o el fondo de ojo? ¿Cuál es la razón para gastarnos tanto en perfumes y mucho menos en tener en revista unos buenos conductos nasales? ¿A qué obedece que se nos vaya el esfuerzo en las voces de cualquier conversación y no entendamos la hermosura del silencio y la sonoridad de la escucha?
Teresa Cascajo, o Teresa Panza, se refiere también a la memoria y al sentido común. Todavía hoy hacemos chanza del último de los sentidos y afirmamos de él que es “el menos común de todos los sentidos”. Y puede que no nos falte razón a la vista de lo que podemos observar por ahí. De la memoria poco diré aquí pues en el s XVII acaso engloba todo lo que tiene que ver con lo que hoy llamamos inteligencia, y eso ya es negocio de particular juicio y pedir cotufas en el golfo.
No sería poco reconocernos en los sentidos; cultivarlos como tesoros que nos ponen en contacto con el mundo, o tal vez nos lo crean y nos lo acerquen para que lo gocemos o lo suframos; afirmarlos con la certeza de que, si no fuera lo único de lo que disponemos, sí al menos es lo primero que tenemos; y gozarlos y explotarlos en nuestro beneficio.
Por mi parte, aspiro a cultivarlos en mi particular jardín, a sentirlos como míos y a darme cuenta de que, con ellos, la vida se me va marchando, pues en ellos está la vida y su deterioro es el mío propio. Y quiero dejar constancia, una vez más, de mi deseo de alcanzar algún grado y desarrollo de lo que la esposa de Sancho llama sentido común, ese comodín que sujeta las partes, que templa los ánimos y que descifra casi todo si se le añaden unas chispitas de buena voluntad, de esa buena voluntad que tanto necesitamos todos.
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