Cuando llega la hora del
crepúsculo y todo parece anunciar la noche y el silencio, la mente se sorprende
y se confunde. En esos momentos en los que la luz declina, la duda se apodera y
se hace dueña de la voluntad.
Hay tres frentes abiertos al
trayecto de la luz, el del pasado, el del presente y el del futuro.
Si el ojo vuelve hacia el pasado,
tal vez reaparezcan los rayos más lucientes, las horas más diáfanas, el
proceder más claro. También el claroscuro y las sombras.
Si el ojo y la mente se detienen
en el presente, son posibles tanto la complacencia por la luz como la congoja
por su huida veloz hacia lo negro, hasta el intenso límite de la pesadilla.
Si se mira al futuro, es la noche
la que extiende su manto. Y en ella, la ceguera, o los sueños, o la ausencia de
luz y de futuro.
No es fácil saber vivir ese
tiempo del crepúsculo. Tal vez todo tipo de luz sea necesaria para seguir
viviendo, para seguir sintiendo, para seguir soñando.
En todo caso, el crepúsculo, con
su belleza y con sus aguaceros y tormentas, se irá; la noche dejará su huella;
regresará la aurora y tal vez luzca de nuevo el sol radiante.
Porque la luz, el crepúsculo y el
nuevo día siguen estando ahí. Por mucho tiempo.
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