En un cuaderno
manuscrito en 1888, recogía Nietzsche el siguiente poema:
“Más allá del
norte, del hielo, del hoy,
más allá de la
muerte,
aparte,
¡nuestra vida,
nuestra felicidad!
Ni por tierra
ni por agua,
puedes encontrar el camino
hacia nosotros los hiperbóreos:
así lo vaticinó de nosotros una
boca sabia”.
Me reconozco cierto grado de
hiperboreidad, vivo vecino a ese lugar más allá del viento bóreas, en un sitio
en el que, cuando abro la puerta, no encuentro vecinos con los que compartir mis
opiniones acerca de la vida.
Pero tengo que reconocer que mi
despiste y desconcierto es más modesto que el de Nietzsche pues mi conciencia
no es el de la superioridad sino el de la duda. Acaso por debilidad o incluso
por cobardía. Y, cuando hago tal confesión, no creo ser menos honesto que el
filósofo en su recriminación del prólogo a su Anticristo: “Hay que ser honesto
hasta la dureza en cosas del espíritu, incluso para soportar simplemente mi
seriedad, mi pasión. Hay que estar entrenado para vivir sobre las montañas (…).
Hay que haberse vuelto indiferente, hay que no preguntar jamás si la verdad es
útil, si se convierte en una fatalidad para alguien… Una predilección de la
fuerza por problemas para los que hoy nadie tiene valor; el valor de lo
prohibido; la predestinación al laberinto. Una experiencia hecha de siete
soledades. Oídos nuevos para una música nueva. Ojos nuevos para lo más lejano.
Una conciencia nueva para verdades que hasta ahora han permanecido mudas. Y la
voluntad de economía de gran estilo: guardar junta la fuerza propia, el
entusiasmo propio… El respeto a sí mismo; el amor a sí mismo; la libertad
incondicional frente a sí mismo… Solo estos son mis lectores (…) ¿Qué importa
el resto? El resto es simplemente la humanidad. Hay que ser superior a la
humanidad por fuerza, por altura de alma, por desprecio…”
Esta búsqueda del hombre, del ser
humano como tal, del “humano demasiado humano”, la palanca del superhombre y la
pared contra toda imposición social y, sobre todo, religiosa, el despojo de
toda imposición, la respuesta contra todo achicamiento… conduce a esa soledad
del hiperbóreo. No solo a la soledad personal y conceptual, sino tal vez al
olvido de todo lo que no esté a la altura y al nivel de ese entusiasmo de
superhombre, incluidos los seres menos “dotados”.
Admiro y comparto el entusiasmo
de Nietzsche por encontrar un hombre nuevo, un ser que se mide consigo mismo,
en sus debilidades y en sus fortalezas, en sus principios y en sus fines. Me
dan miedo las teorías (sobre todo las religiosas) que anulan la voluntad del
ser humano hasta convertirlo en abúlico y “drogodependiente”; y mucho más si lo
hacen desde la práctica del temor y el anuncio del castigo. No hace falta ser más
explícito.
Me dan miedo también las “expediciones”
individuales que se desentienden de los plurales y de la diversidad, de que, fácticamente,
hay brazos que se abren por todas las esquinas pidiendo alguna ayuda. Entiendo,
frente a Nietzsche, la existencia y la práctica de la compasión. Seguramente
porque yo la necesito a cada hora y tal vez porque soy un cobarde; solitario
pero cobarde. Hiperbóreo a mi manera.
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