En su obra “Sobre la naturaleza
de los dioses”, ensayo filosófico de madurez y recopilatorio de buena parte de
los pensamientos del escritor latino Cicerón, este reflexiona acerca de esa
idea que ha traído de cabeza a casi todo hombre y a todas las culturas. También
a Nietzsche, cuando afirmaba “Dios ha muerto”, le mordía este concepto y esta
idea generadora de tantas otras.
En su libro primero, Cicerón
resume las ideas de los principales autores de la Grecia clásica, para quedarse
en extensión con Epicuro y con los estoicos, de los que él fue egregio
representante en el mundo latino. Cita a una nómina extensa y esencial en el
pensamiento griego: Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras,
Alcmeón de Crotona, Pitágoras, Jenófanes, Parménides, Empédocles, Protágoras,
Demócrito, Diógenes, Platón, Jenofonte, Antístenes, Espeusipo, Aristóteles, Heraclides
del Ponto, Teofrasto, Estratón, Zenón, Aristón, Cleantes, Perseo, Crisipo… Y después
Epicuro, y los estoicos. Toda la pasarela completa, aunque se echen en falta
algunos.
Poco importa el repaso de
nombres; lo interesante es observar cómo un repaso tranquilo nos ofrece un
camino descendente, desde los elementos más idealizados hasta la contemplación
de la naturaleza y las consecuencias racionales que de su observación y estudio
se extraen. Es como si se pasara lentamente del caos al mito (con todos los
dioses de por medio), del mito a la razón, para volver a perderse en las
limitaciones evidentes de la razón y vuelta a empezar el ciclo interminable.
¿Es posible desentenderse del
mundo de los dioses y vivir sin su referencia? No sirve la sustitución de los
dioses clásicos por otros tan de cartón piedra como los de la publicidad, el
cine o el deporte: nos estaríamos engañando ingenuamente. O, al menos, hay que
saber y reconocer que nos estamos engañando.
Algo sí parece claro: la
configuración de los dioses la hacemos nosotros mismos desde nuestras
conveniencias y desde nuestras necesidades. Por eso los fabricamos con tantas
deficiencias y por eso los cambiamos a nuestro antojo. Y les exigimos lo que se
aparece en el vértice de nuestros ideales; con esas ideas los configuramos y hasta
con esos perfiles les ajustamos una religión y unos cultos determinados. Luego,
cuando no cumplen nuestras expectativas, o nos refugiamos en el misterio, o nos
decepcionamos hasta el enfado y la recriminación.
No sería poco que, al menos, no
perdamos de vista el camino, lento y tortuoso, pero sin vuelta atrás, del
asombro ante la naturaleza y ante la razón. Ellas no pueden andar lejos ni de
la lista de los dioses ni de las leyes, religiones y ritos más convenientes
para el ser humano.
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