Tal vez las estaciones y los
cambios de tiempo cambien los humores, seguramente las lecturas moldeen los
pensamientos, acaso los alimentos compongan y descompongan las bilis, es
probable que las religiones maceren a su gusto las costumbres, casi seguro que
las teorías sociales y las prácticas políticas enfaden o alegren a cada cual
según el momento y la dirección de las mismas… El caso es que ejercemos un
contraste entre nosotros y el mundo continuamente y él ejerce en nosotros un
control que nos moldea hasta favorecer en nosotros una visión buena o mala
según las circunstancias.
Que el mundo en el que vivimos es
manifiestamente mejorable, como los terrenos de aquel Plan Badajoz, parece
inatacable. No hay más que describir sin demasiada saña cualquier situación
cercana o menos cercana. De muy poco serviría que nuestra opinión pesimista
estuviera equivocada porque seguiría siendo nuestra visión particular y al
menos esa visión sería manifiestamente mejorable, y con ella el mundo en su
visión particular. Porque también esa visión forma parte del mundo. Ya es
situarse en postura de buena voluntad, pero sea, que eso de la visión subjetiva
y objetiva tiene su miga. Los ejemplos que apoyan esa visión negativa y
mejorable son mostrencos, gruesos y casi infinitos. Cada uno puede imaginar los
que quiera.
Sin embargo, que el mundo en el
que vivimos y que conformamos es manifiestamente empeorable también resulta
casi irrefutable. Podemos pensar en esas mismas cosas en las que nos deteníamos
hace un momento y que nos parecían manifiestamente mejorables y veremos
enseguida que en la misma intensidad son también empeorables. No tenemos que
aplicar la ley de Murphy para ello sino sencillamente nuestro sentido común y la
lógica más elemental. Sea el mundo económico, sea el político, sea el
religioso, sea el de usos y costumbres, sea cualquiera; todos son empeorables y
a veces le dan a uno ganas de pedir que se queden como están. Que ya es ser
comprensible y conformista, ya.
¿Entonces? ¿Cuál de las dos
visiones es la que tenemos que aplicar? ¿Hacemos la media aritmética? ¿Las
aplicamos según momentos y ocasiones? ¿En qué campo nos situamos, en el de los
pesimistas o en el de los optimistas? ¿Nos dejamos llevar por la equidistancia?
¿Nos acogemos a aquello de que un pesimista es un optimista ilustrado?
Como no hemos de resolver la duda
probablemente, no estará de más que nos acojamos a la serenidad y a cierta
mezcla de raciocinio y de pastillas estimulantes, lo que traducido a práctica
nos da un ligero cabreo casi constante mezclado con unas gotitas de sensación
de bienestar personal y un ligero chorro de mirada hacia el futuro con la
mirada alta, pero no altanera, y un sabor en los labios mitad dulce mitad
amargo, o sea, un combinado de terraza de verano, que resulta refrescante salvo
a la hora de pagar la consumición.
Qué los estoicos y epicúreos nos echen
una mano. Y que el sentido común y la buena voluntad hagan el resto.
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