“Y ahora, al escribir esta
memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que
don Manuel Bueno, que mi san Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron
creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin querer creerlo, creyéndolo
en una desolación activa y resignada”. (Creo que, para una mejor interpretación,
el texto exige una coma después de la palabra “pero”).
Es este uno de los párrafos del
último capítulo de la obra de Unamuno “San Manuel Bueno, mártir”. Pienso que
recoge en esencia el resumen de lo que encierra la obra, la vida y la actitud
vital de dos de sus protagonistas. En efecto, ambos han perdido la fe, o mejor,
Lázaro llega al mundo de la fe desde fuera, pero se instala también, como el
cura de la aldea, en una falta de creencia contradictoria pues les empuja a
ambos a actuar como si de verdad creyesen ante sus convecinos: creen que no
creen, aunque parece que creen, pero en una actitud desolada y sin esperanza.
No sé a cuántos de nosotros nos
alcanza una situación parecida a la de estos dos hermosísimos personajes, a los
que no sabemos si tildarlos de héroes o de villanos, de mártires o de
inconscientes, de generosos en extremo o de irresponsables. Seguro que hay
razones para defender las posturas de la primera columna tanto como las de la
segunda. Puedo decir por mi parte que, siempre, en caso de duda, no es malo
sobrepasar la pared en favor del otro y al servicio de la buena voluntad y del
sentido común.
Porque no deberíamos olvidar algo
que también nos enseña Unamuno a través de sus personajes: ¿acaso no es real
también la fe?, ¿y la alegría y el bienestar en este mundo? Aunque sea desde
una postura fingida y sin base racional. Es que, “el mayor mal del hombre es
haber nacido”. Nacido, ¿para qué? Y, si no hay para qué, ¿por qué negarle al
ser humano el intento de bien pasar aunque se le escape la explicación a la
razón? El asunto es calderoniano, es unamuniano, es existencialista y es de
enjundia en todo caso.
En el libro, la tesis se plantea
en términos casi exclusivamente religiosos y apoyada continuamente en citas
bíblicas y en referencias calderonianas, pero tengo para mí que se puede
aplicar el mismo o similar esquema a cualquier situación de la vida: un
malentendido, una discusión, la defensa de una idea, la defensa demasiado
radical de una situación…Es eso lo que le da mayor alcance y hondura.
La línea divisoria entre la
bondad y la imbecilidad a veces puede resultar muy delgada y se puede cortar
con cualquier tensión, y tampoco parece que sea saludable mantener al otro en
la imbecilidad del que no se plantea ninguna duda ante nada. Un poco de dolor
no viene mal y algo de desengaño activa la mente y agudiza el pensamiento.
¿Para qué, para hacernos más felices o más infelices? ¿Cogemos el toro por los
cuernos o nos dejamos llevar? Y si lo cogemos, ¿con qué finalidad lo hacemos? Preguntas
sin resolver.
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