Que la corte y la aldea se han
visto enfrentadas siempre en la creación literaria es una verdad reconocida y
no cuestionada. Que, con más frecuencia, es la aldea la que sale mejor parada,
desde la idealización, también se puede sostener sin demasiadas dudas. Que las
nuevas concentraciones urbanas tienden a producir muchos más títulos
ambientados en ellas tampoco parece que se pueda rebatir. Al fin y al cabo, se
canta lo que se pierde, y el contexto termina fabricando el texto. El
pensamiento en el posible lector tampoco ejerce poca influencia.
Pero tal vez lo importante, con
independencia de la producción, sería preguntarse qué es lo que realmente añade
o quitan la ciudad y el campo, la corte y la aldea, a la creación literaria e
incluso al pensamiento. Podría aportar mi sencilla experiencia, aunque larga y
sentida.
He vivido casi toda mi vida
rodeado de campo, aunque a la vez en contacto directo y prolongado con los libros,
he escrito muchas páginas “de campo” y pocas “de ciudad”. ¿Es la inercia?, ¿es
el contacto directo?, ¿es el contexto?, ¿es el hecho de haber nacido y mamado
en el campo?, ¿qué es?
Seguro que la causalidad, como
siempre, es múltiple. Tal vez estos sean algunos rasgos fundamentales para mí. El
campo me ofrece una relación directa con la naturaleza; la naturaleza creo que
lo impregna todo; como el referente parece inmóvil, la mitificación resulta más
sencilla y atractiva; yo mismo, como persona y como personaje, vivo en la
naturaleza más cerca de los instintos y hasta de algo parecido a los ritos de
iniciación; todo lo que veo y siento en el campo me parece más esencial y
duradero, y, a su lado y frente a ello, me veo, me contemplo, me defino y me
sueño más pequeño y débil; allí parece que me hallo más cerca del concepto que
en el roce más continuo con mis semejantes; es como si estuviera leyendo un
libro mudo lleno de verdades y de conceptos. La ciudad es el lugar de los
roces, de la conciencia de vivir al lado de los otros, pero no de la conciencia
de lo esencial sino de lo efímero, de lo del viaje del metro y el tranvía, de
lo que, a diario depende mucho más de los demás que de uno mismo, de la
obligación para con los demás, de la debilidad inmediata. La naturaleza es tal
vez el sitio de la derrota, pero de la derrota total frente a la duración de
los otros elementos, de la soledad, pero de la soledad absoluta, del yo más
solitario y esencial, de lo reflexivo frente al tráfago y el resplandor del semáforo,
del escaparate y del coche…
Algunos piensan que el mundo de
la naturaleza es más infantil, más salvaje y menos elaborado, mientras que el
de la ciudad es más maduro, elaborado y racional. Yo creo que más bien en mí la
naturaleza supone el final de un proceso de razón y de madurez, una ventana
abierta a lo menos pasajero, a lo más conceptual y a lo más puro, una invitación
al pensamiento y no solo un escape a la idealización. ¿Dónde se puede pensar
mejor que en lo alto de una montaña, en un lugar sombreado por una tupida
arboleda, en un valle surcado por un río, sentado encima de una piedra fría y
eterna, o en el silencio sonoro de cualquier lugar abandonado? Poco importa si
huyendo del mundo trepidante de los hombres o en camino hacia ellos, desde el concepto
pensado en el silencio de la naturaleza.
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