martes, 4 de octubre de 2016

DEL MONTE EN LA LADERA


Que la corte y la aldea se han visto enfrentadas siempre en la creación literaria es una verdad reconocida y no cuestionada. Que, con más frecuencia, es la aldea la que sale mejor parada, desde la idealización, también se puede sostener sin demasiadas dudas. Que las nuevas concentraciones urbanas tienden a producir muchos más títulos ambientados en ellas tampoco parece que se pueda rebatir. Al fin y al cabo, se canta lo que se pierde, y el contexto termina fabricando el texto. El pensamiento en el posible lector tampoco ejerce poca influencia.
Pero tal vez lo importante, con independencia de la producción, sería preguntarse qué es lo que realmente añade o quitan la ciudad y el campo, la corte y la aldea, a la creación literaria e incluso al pensamiento. Podría aportar mi sencilla experiencia, aunque larga y sentida.
He vivido casi toda mi vida rodeado de campo, aunque a la vez en contacto directo y prolongado con los libros, he escrito muchas páginas “de campo” y pocas “de ciudad”. ¿Es la inercia?, ¿es el contacto directo?, ¿es el contexto?, ¿es el hecho de haber nacido y mamado en el campo?, ¿qué es?
Seguro que la causalidad, como siempre, es múltiple. Tal vez estos sean algunos rasgos fundamentales para mí. El campo me ofrece una relación directa con la naturaleza; la naturaleza creo que lo impregna todo; como el referente parece inmóvil, la mitificación resulta más sencilla y atractiva; yo mismo, como persona y como personaje, vivo en la naturaleza más cerca de los instintos y hasta de algo parecido a los ritos de iniciación; todo lo que veo y siento en el campo me parece más esencial y duradero, y, a su lado y frente a ello, me veo, me contemplo, me defino y me sueño más pequeño y débil; allí parece que me hallo más cerca del concepto que en el roce más continuo con mis semejantes; es como si estuviera leyendo un libro mudo lleno de verdades y de conceptos. La ciudad es el lugar de los roces, de la conciencia de vivir al lado de los otros, pero no de la conciencia de lo esencial sino de lo efímero, de lo del viaje del metro y el tranvía, de lo que, a diario depende mucho más de los demás que de uno mismo, de la obligación para con los demás, de la debilidad inmediata. La naturaleza es tal vez el sitio de la derrota, pero de la derrota total frente a la duración de los otros elementos, de la soledad, pero de la soledad absoluta, del yo más solitario y esencial, de lo reflexivo frente al tráfago y el resplandor del semáforo, del escaparate y del coche…

Algunos piensan que el mundo de la naturaleza es más infantil, más salvaje y menos elaborado, mientras que el de la ciudad es más maduro, elaborado y racional. Yo creo que más bien en mí la naturaleza supone el final de un proceso de razón y de madurez, una ventana abierta a lo menos pasajero, a lo más conceptual y a lo más puro, una invitación al pensamiento y no solo un escape a la idealización. ¿Dónde se puede pensar mejor que en lo alto de una montaña, en un lugar sombreado por una tupida arboleda, en un valle surcado por un río, sentado encima de una piedra fría y eterna, o en el silencio sonoro de cualquier lugar abandonado? Poco importa si huyendo del mundo trepidante de los hombres o en camino hacia ellos, desde el concepto pensado en el silencio de la naturaleza.

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