No, decididamente no. Como mucho
se disfraza para salir a la pasarela y dejarse admirar por los elegidos que se
han prestado a sus halagos o a sus invitaciones exclusivas.
Porque la vida, la auténtica, la
sencilla y honda, la de bota y calcetín, la de por menor y cuarto y mitad anda
por ahí a la intemperie, sin que le hagamos mucho casi ni la saquemos a pasear
y a que la vean y la aplaudan los demás.
¿Qué pasa estos días? Pues
investiduras pendientes, premios Princesa de Asturias (me gustan mucho porque
los elegidos representan casi siempre acciones muy humanas y actitudes vitales
extraordinariamente generosas), juicios de golfos y desalmados, guerras y
muertos, aniversarios de organizaciones criminales parece que retiradas… Todo
boato y grandilocuencia, de los buenos y de los malos.
Sin embargo, el paisano de perfil
medio ( y el otro casi siempre también), que es la gran mayoría, anda en la
preocupación propia de la última decena del mes, en la compra de cada día, en las
relaciones familiares y vecinales, en la partida y en la preocupación de los
hijos, en la visita al médico, en la vacuna de rigor ya cercana, en el análisis
que vete a saber qué dirá en sus resultados…, en el menudeo y en el mercadillo
del diario de la vida. Es en este nivel en el que se nos van las fuerzas y los
días; también a los que accidentalmente se dedican, o nos dedicamos, a actividades
minoritarias, pues también ellos sienten las necesidades elementales de todo
ser humano.
Ayer (sirva solo a título de
ejemplo) acudí a Salamanca para realizar una revisión médica. Todo estaba
dentro de la normalidad. Pero mi preocupación fundamental era esa y no otra.
Ayer a mí no me ocupó la mente ningún endecasílabo (o casi ninguno), ni me dio
por extenderme en glosar por escrito ninguna idea sesuda o liviana. Ayer me preocupaba
mi cuerpo en su estado y sus dolencias; y me ocupó la charla y la comida con mi
hijo menor; y me ocuparon sus preocupaciones; y la visita a mi hermana y a mi
cuñado, también con ocupaciones personales; y el encuentro causal y gozoso con
mi sobrina Rosalía, a la que tanto hacía que no veía, y mis llamadas a Ávila,
donde vive el resto de mi familia directa; y hasta el precio del arreglo de un
electrodoméstico…
Y de todo esto que me ocupó ayer
nadie sabe nada salvo yo mismo. Como sucedió con el resto de los seres que
pueblan las aceras, que van y vienen y que vienen y van. Después, de todo ese río
incontenible y caudaloso, de todo ese inmenso campo de cereal, espigamos unos
cuantos acontecimientos, que son los que suben a la pasarela, se lucen y entran
en el índice del telediario o en el anuario de rigor. Los veneros son los
otros, los que surten de agua clara al río son las fuentes humildes y pequeñas,
silenciosas y sencillas que tejen esa otra historia grande no por sí sino por
los veneros que en ella fluyen.
Ahora mismo, levanto mi imaginación
y veo todo un mar de cosas en realización; son la conciencia callada y el rumor
incesante de lo que en realidad importa. Y esta vida no viste de Prada. Ni
puñetera falta que le hace.
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