Al programa habían acudido solamente
los progenitores y dos de sus hijos, de dieciséis y de cinco años. Pero la
familia era numerosa: cinco hijos y tres de los abuelos bajo el mismo techo.
Desde por la mañana habían sido agasajados con visita guiada al centro de
televisión y comida gratis.
A media tarde, en cuanto se encendía
una lucecita roja, el programa estaba en antena. El presentador de turno se las
ingenió para que la madre fuera relatando las calamidades por las que pasaba la
familia. El niño más pequeño, asustado, se agarraba a las piernas de su padre y
el mayor asentía a cada hecho que esta relataba. Por su parte, el padre ponía
cara de consternado, como dando por bueno todo lo que allí oía. Alguna vez
incluso apostillaba para redondear la ambientación penosa de su estado.
Los espectadores no tardaron en poner
también cara de circunstancias y, a los diez minutos, ya se veían lágrimas
resbalando por muchas mejillas. El ambiente se iba humedeciendo con la cara de
la desgracia como envolvente; el silencio se adensaba y se escuchaban suspiros
en el fondo de las gradas.
El programa estaba consiguiendo lo
que buscaba: presentar la cara más lastimera de la realidad y mostrar la buena
nueva de la caridad como soplo de esperanza para los más necesitados.
El momento culminante se produjo
cuando el presentador anunció una llamada telefónica desde el exterior. Alguien
se ofrecía para paliar aquella situación de necesidad y de pobreza con una
cantidad respetable de dinero. De ese modo aliviaría a la familia y también su
conciencia. Para eso servían los actos de caridad.
La familia lloraba, los espectadores
hacían otro tanto y los pucheros y jipíos del niño se hicieron más intensos, el
aplauso se hizo estruendoso. El clímax estaba logrado y la catarsis general
también. Lástima que solo faltara una cosa que no era fácil conseguir con aquel
formato de programa y con aquella escala de valores: extender este hecho a
todos los necesitados. Es el precio que hay que pagar cuando se confunde la
caridad con la justicia, el derecho de todos con el óbolo del día de la
estampita, la sana rebelión con el tendrá que ser así porque siempre ha sido así.
Ante el televisor había muchas otras
familias que miraban y lloraban, admiradas por la caridad y la buena voluntad
de algunas personas, pero se preguntaban si no les podía tocar a ellos también.
Seguramente pensaban que lo que veían estaba bien pero preferían ser tratados
desde la justicia mejor que desde la caridad, desde los derechos mejor que
desde la conmiseración, desde la igualdad de oportunidades mejor que desde las
migajas que acallan hambres y conciencias solo por un rato.
Algún espectador pensó que, mientras
llegaba o no la justicia, buena era la caridad, porque los hechos no podían
esperar; no obstante, se le hacía cuesta arriba ver de qué modo se tapaba una
situación permanente de falta de justicia con un arreón momentáneo de caridad. Y
cortó la tele y se fue a pasear pensando lo que había visto.
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