De redimir dícese en el DRAE que es “rescatar o sacar de esclavitud al
cautivo mediante precio”. También, entre otras cosas, “poner término a algún
vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia”.
Tal vez esto adquiera hoy pertinencia
porque andamos cultural y religiosamente en eso que se llama la redención de
Cristo a través de su pasión y de su resurrección. Poco importa que se aplique
a creyentes, a agnósticos o a ateos: su significado impregna la cultura
occidental de tal manera (y en todo caso el sentido de espiritualidad de todo
ser humano) que cualquiera siente la curiosidad y tal vez el deber de deshojar
esta margarita para ver si el final es positivo o negativo.
Damos por hecho que estamos
entendiendo un rescate de esclavitud mental o espiritual. ¿O este rescate
alcanza también a una nueva concepción de la vida práctica en la que se supone
que todos los componentes se sitúan en una vida más desahogada y más próspera
también en los aspectos físicos? ¿O es que acaso una concepción mental de la
vida no lleva aparejada una realización diaria, social y política, determinada?
Tal vez aquello de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
ofrezca alguna pista. En todo caso, a mí no me convence esta división.
Pero quedémonos en el plano
espiritual. Sera que la esclavitud estará en el pecado y que la liberación viene
a situarnos en la eliminación de culpa y en perspectiva de gracia y de salvación.
Vale.
¿De qué pecado se nos redime, de eso
que se llama el pecado original? ¿Qué conciencia puedo yo tener de eso? ¿Y qué
participación en el bocado de la manzana? ¿Mis hijos y los hijos de mis hijos
tienen que cargar con mis deficiencias y con mis culpas? ¿Acaso me los van a
llevar a la cárcel por mí si me condenan algún día? Ya sé que todo se presenta
en plano simbólico y en parábola, pero el fondo de misterio y de miedo sigue
estando ahí. ¿Empezamos a imaginarnos la situación paradisíaca y de tentación?
¿Por qué esa provocación a pobres gentes que ni se imaginan las consecuencias
negativas y eternas del incumplimiento de un mandato tan tentador y tan
sabroso? ¿Y por qué no ahorrarse todo este penoso proceso de tentación, caída,
pecado, dolor, trabajo, injusticia y, como consecuencia, redención? ¿Por qué no
el amor desde siempre y para siempre?
Y, por si fuera poco, ¿qué proporción
hay entre un descuido humano concreto y la necesidad de que todo un dios tenga
que mostrarse en dolor y sufrimiento, en desprecio y en muerte de cruz para
redimir de un descuido minúsculo? Pero, por Dios (y ahora estas dos palabras
cumplen su significado literal), esto no guarda proporción ninguna y no hay
quien se lo explique. Si bien lo miramos, todos tenemos que haber quedado
redimidos y bien redimidos con la pasión del hijo de Dios.
Si así es, al menos miremos hacia el
futuro y sintámonos alegres y definitivamente libres de toda conciencia de
pecado y de miedo. Fuera maldiciones y amenazas, menos religión de miedos y más
de amor y de justicia, más religión de vida y menos de muerte, más de
resurrección y menos de pasión y de lágrimas. No será difícil suponer que este
amor y esta redención abarcará tanto a creyentes como a no creyentes y que no
debería interrumpir el desarrollo del ser humano desde sus cualidades
racionales y desde el deseo de una vida cada día más positiva y feliz. No sé cómo
se podría pensar que la redención significara volver a situaciones anteriores
si estas fueran de sometimiento y otra vez de miedo y de no te menees porque te
vuelvo a expulsar del estado de felicidad del paraíso. A este juego del ratón y
el gato yo no quiero jugar.
No deja de ser una presentación un poco naíf
del asunto, pero estoy dispuesto a la disputa pública y amistosa con
cualquiera. Por hoy basta.
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