Uno de los episodios que más me
humanizan los evangelios y que, por tanto, más me los acercan es aquel en el
que se narra la llamada negación de Pedro. No se le escapa a ninguno de los
evangelistas. Han celebrado la cena pascual, han estado en el monte de los
Olivos, con sueños y angustias incluidos, han aparecido los encargados del
prendimiento y se han llevado a Jesús. Y ahí mismo empieza el abandono.
Pero alguno lo intenta disfrazado
mitad de curiosidad, mitad de empeño y un poquito tal vez de pasión. Se trata
de Pedro. Poco le dura su convicción: a la primera de cambio, se declara
ignorante de todo. Él no sabía nada. Tal vez pasaba por allí simplemente. Le
habían reconocido por presencia física en el monte de los Olivos y por acento
galileo. Seguro que cualquiera le habría espetado: “Usted no es de aquí”. Él no
sabe nada: “No sé lo que dices”. “No conozco a ese hombre”. “!Yo no conozco a
ese hombre!”. Hasta tres veces, en un espacio de tiempo muy corto, la negación
contundente.
“Y al instante cantó el gallo”. El
derrumbe debió de ser mayúsculo pues, como dicen todos los evangelios, menos el
de Juan, “Saliendo fuera, lloró amargamente”.
A mí no me parece ningún llorón ni me
atrevería a decirle que a esas cosas se va llorado de casa. No, todo lo
contrario. Comprendo perfectamente que un ser humano se venga abajo cuando
vienen mal dadas. ¿Pero qué somos más que debilidad y poca cosa? Demasiado
aguantó el buen hombre tratando de escaquearse en aquel ambiente tan hostil
para sus emociones. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso liarse a mamporrazos y
salir con la cara pintada?
No es lo más importante caer sino
levantarse; no es más representativo un momento que una trayectoria; o, dicho
en palabras sencillas, cualquiera tiene un mal día, el mejor escribano echa un
borrón, un fallo lo tiene cualquiera…; o, en otro contexto y plano diferentes, aliquando
dormitat Homerus.
No, ante mí no pierde el decoro Pedro
con estas negaciones. Lo imagino haciendo pucheros él solo y sin nadie que lo
consuele. A mí me conmueve esta debilidad. No sé muy bien por qué, me recuerda
aquellos pucheros de Sancho cuando don Quijote se enfada con él y le amenaza
con devolverlo a la aldea. Una buena pareja Pedro y Sancho haciendo pucheros y
consolándose mutuamente.
Yo desde aquí les echo un pañuelo y
les envío un grito de ánimo. Tal vez porque yo también lo necesito con mucha
frecuencia.
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