Sé que la frase tiene origen en san Agustín, autor que quiero,
autor que he leído en buena parte y autor de importancia decisiva para entender
la implantación del cristianismo en el imperio romano y en toda la cultura de Occidente.
El santo y filósofo la aplicaba como deseo de conocer a Dios y, de esa manera,
conocerse a sí mismo. En algún momento entendió que, para él, el origen de todo
estaba en Dios y que era ese Dios el que contenía las ideas, que, desde su
bondad, prestaba a los hombres para conducirse en la vida y para entenderla,
desde su libertad (el Libre albedrío), pero como dependientes de Él y como
seres con finalidad en Dios. Algo parecido había sucedido con Platón, el divino
Platón, y ocurrirá con Descartes, y con… Nicomedes Martín Mateos.
Nicomedes Martín Mateos es el intelectual bejarano por
excelencia. Él supo, desde sus lecturas y conocimientos filosóficos, desde sus
abundantes lecturas de las filosofías francesa, alemana e inglesa, plasmar un
intento completo en España, de la corriente filosófica llamada El Espiritualismo.
La esencia de todo su pensamiento está precisamente en esta primacía de las
ideas, anteriores a la realidad y eternas, existentes en Dios, prestadas, en
sus límites y características correspondientes, a los seres humanos, y la
consecuencia de explicar todo los demás desde el desarrollo de las mismas y
desde la adecuación de la vida a dichas ideas divinas. Por eso partió siempre
de la metafísica como base de todo lo demás.
Académica e históricamente se explica su empeño en el estudio
y la falta de convencimiento que tiene de las corrientes filosóficas del
idealismo alemán (poco comulga con Kant o con Hegel, por ejemplo) y de las empíricas
inglesas (opinión similar le merecían Hobbes o Hume, entre otros). Son algunos
filósofos franceses los que más a la par andan en sus opiniones (Bordas de
Moulin, el primer Francisco Huet y, por supuesto, Descartes, sobre todo). En
general, su empeño es reflexionar y combatir el desarrollo de todo el
positivismo del siglo diecinueve, y de manera más cercana, lo que parecía traer
todo elemento socializado o anarquista, como la Comuna de París.
En conjunto, me parece un empeño nobilísimo, pero, si ya en
el siglo diecinueve suponía un muro ante el enorme campo que el desarrollo
positivo estaba empezando a cultivar, qué se puede decir más de un siglo después,
con todos los conocimientos que se han ido incorporando tanto en la ciencia
como en la técnica o en las llamadas ciencia sociales. No resta esto ni un ápice
a esa última pregunta que parece siempre colgando de la mente humana acerca del
sentido de su vida, del principio y del fin de la misma. En ella seguimos todos
empeñados, con mayor o menor conocimiento o entusiasmo.
Pensaba utilizar el título como indicador de otra idea, pero
se me quedó la mano pegada al resumen de la filosofía de Nicomedes. Para otro día
será. De todos modos, si actualizamos la frase del título (“que te conociera,
que me conociera”) y traducimos a conveniencia esa segunda persona (noverim te: he desacralizado la frase), no parece mal empeño ese de
conocer al otro, sea este quien sea, y, sobre todo, conocerse, así, uno a sí
mismo.
Por dejar algo para el rincón de pensar, algo que tiene que
ver con el espiritualismo que defiende Nicomedes: ¿Qué es antes, el concepto de
bondad o la persona bondadosa? O, dicho de otro modo, ¿qué es antes, el
concepto o la realidad que la explicita? Las respuestas diferentes comportan
caminos muy diferentes también. La respuesta, para otro día.
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