Cuando se habla de civismo, suelo
proponer un esquema de trabajo sencillo que deja al que lo escucha con la
mirada cambiada y con los ojos al tresbolillo. En su mente seguro que se
esconde a la vez la idea de que yo estoy bastante tarado. Y puede que tenga
bastante razón. Se trataría -y digo trataría porque no se llevará a cabo nunca,
por supuesto- de tener a todos los niños, sin excepción, durante una temporada
imprecisa, subiendo y bajando las manos, a manera de adoración, y repitiendo en
salmodia lo siguiente: “Somos siete mil millones, somos siete mil millones…”. Les
suena de alguna práctica religiosa, ¿verdad? Así hasta que individualmente cada
uno extrajera alguna consecuencia, la escribiera y estuviera obligado a
conocerla y repetirla periódicamente. Estoy seguro de que, al principio,
también pensarían en la locura del que tal ocurrencia hubiera tenido, pero que,
al cabo de algún tiempo, empezarían a deducir conclusiones que cambiarían su
comportamiento social de por vida. Imagínense a alguien dando voces por la
noche, mientras resuena en su cabeza el sonsonete “somos siete mil millones,
somos siete mil millones…” No puede ser, el mismo individuo se entregaría en un
centro de salud mental.
Bueno, pues ahora resulta que me
entero de que la fórmula ya no me sirve porque se me ha quedado corta en
extensión. Se afirma públicamente que, para el año 2030 ya seremos ocho mil
quinientos millones de seres en este pequeño planeta. Muchos más que los que
maneja mi fórmula mágica.
Tengo para mí, no obstante, que, con
solo cambiarle los números, la pócima no solo no decae sino que se refuerza. Dicho
de otra manera, si hasta ahora das una patada a una piedra y salen habitantes
de debajo (ya sé que hay geografías muy dispares), en adelante, con solo
pensarlo, se levantarán desconocidos del suelo a pedir que no lo hagamos.
El asunto adquiere incluso visos de
estrechamiento físico y de peligro de rozamientos no deseados. Pero esto no es
lo más importante. Sí lo es todo el arsenal de comportamientos que de ello se
deriva, toda la escala de valores que impone, toda la carga obligatoria que
arrima a los conceptos de individual y colectivo y, en definitiva, todo lo que
pone delante de nuestros ojos para que lo veamos y para que lo consideremos:
¿propiedad individual?, ¿derechos personales?, ¿Estados, regiones,
nacionalismos?
No, no, más bien creo que la fórmula
sale reforzada y apunta a una práctica del sube y baja de brazos y de cuerpo más
largo y persistente.
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