Vivimos en el país del sobresalto y
de los vaivenes. Creo que hasta estamos acostumbrados a ellos por su frecuencia
y que los echamos de menos cuando se estira un período de tranquilidad y de
cierta armonía. Parece como si no estuviéramos preparados para nada que no sea
tensión y desequilibrio, guerra y altercados, empujones y exigencias. Solo hay
que mirar la Historia para certificarlo: romanos y cartagineses, cristianos y
musulmanes, reinos contra reinos, regiones contra regiones, sequía contra
inundaciones, estío contra invierno, pleno empleo (bueno, este casi nunca)
contra empleos temporales, iglesia contra razón, imposición casticista contra
días mundiales de diversidad, millonarios contra indigentes, Magaluf contra
clausuras…
Cualquier apartado se podría
considerar y en cualquier campo podríamos pararnos a reflexionar.
No sucede nada contrario en el mundo
de la creación literaria. No es casualidad que España sea el país del barroco y
a la vez de la esencialidad y el casticismo mesetarios.
Los dos campos en los que nuestros
creadores han destacado con mayor fuerza son exactamente la picaresca y la
mística. En ambos se trata de una escapatoria de la realidad. Así, en el primer
caso, la picaresca, se podría decir que es como una huida “por abajo”; y, en el
segundo, la mística, una huida “por arriba”.
Pero tienen en común mucho más de lo
que a simple vista pudiera creerse. ¿De qué realidad huyen? ¿Por qué huyen de
esa realidad? ¿Cuál es la meta que aspiran alcanzar?
¿Quién está dispuesto a comentar esto
en la ciudad estrecha, aunque sea en torno de una mesa y con cervecita de por
medio? ¿Nadie ve que esto afecta a todo en la vida y no solo a la creación? ¿No
hay algún representante público que se salga de eso de ganar o de perder y se
avenga a algo más amplio y duradero?
Lázaro o el Buscón, nuestros dos
pícaros de referencia, revientan la realidad agarrándola -cada uno en su grado-
por el sitio que más le duele y mostrándola con toda su crudeza; para ellos no
sirven las ocultaciones ni las medias tintas, las imposiciones sociales ni los
remilgos religiosos que ocultaban lo que realmente les sucedía a casi todos los
pobres ciudadanos.
Juan de la Cruz aspira a ascender
hasta otra realidad en la que poco o nada tiene que decir la escala de valores
en la que gastaba su vida del siglo. Así lo hizo hasta darle “a la caza
alcance”. Otro tanto hacían Teresa de Jesús o Miguel de Molinos.
Estas expresiones artísticas, que
tanto placer literario producen, segregan también un desasosiego que lleva a
pensar si no sería mejor alguna línea
intermedia en la que más ciudadanos se sintieran menos intranquilos y
algo más seguros.
Ahora comienza la etapa más calurosa
del año (no álgida, coño, que álgida significa helada). Se vacían las ciudades
y se llenan las playas; aumenta el empleo, que volverá a ser paro dentro de muy
pocos meses; se llenan de ruidos las noches y se vacían de razones los días…
Siempre extremos, o todo o nada.
Tal vez desde la creación literaria
también podamos repensar qué es lo que más nos interesa. A leerla.
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