lunes, 12 de junio de 2017

NADAL. DIEZ


En nuestra cultura, el número diez es el de la excelencia, el de la perfección, el del resultado más favorable, el de la admiración, el de la recompensa.
Estamos en días de fin de curso y las notas se miden también en la escala que llega hasta el diez. Cuando se alcanza, todo es satisfacción y alegría, contento y hasta orgullo.
Pero los cursos no solo son académicos; lo son de todo tipo: económicos, deportivos…
Ayer Rafael Nadal (tal vez el mejor deportista español de todos los tiempos) alcanzó el final de un ciclo que engloba nada menos que diez veces la excelencia en el deporte del tenis en tierra batida. Diez veces diez en París. Matrícula de honor por unanimidad. Enhorabuena.
Hay algo más importante que lo estrictamente deportivo y estoy seguro de que muchos querrían felicitar a Nadal no tanto por sus trofeos como por todo lo que propicia el contexto en el que se producen. Yo me encuentro entre ellos.
Un deportista de élite no es más que un ser humano dotado por la naturaleza con unas condiciones especiales, que ha procurado desarrollar con su esfuerzo. Hay muchas personas que, con el mismo esfuerzo o con más, nunca podrían conseguir los mismos resultados. De modo que la admiración, solo en su justo punto, sin cicatería pero también sin aspavientos.
Además, existen talentos de muchos tipos, con extraordinarios esfuerzos incluidos y resultados fantásticos para la comunidad, que se diluyen en el olvido y en la nada.
Nuestro mundo es un mundo de escaparate y de pasarela. Sin tener nada para vender y sin poner un puesto en el mercadillo correspondiente no eres nada. Así andamos y ejemplos los puede poner cualquiera.
Entonces, ¿en qué la excelencia de Nadal? Yo no se la veo tanto en la manera de practicar deporte ni en los trofeos conseguidos como en su comportamiento ante los demás. Él es un vencedor, y nuestra escala de valores común casi le exige sacar pecho por la calle; los propagadores y comentaristas deportivos promueven su alabanza y casi su idolatría; los espectadores del circo poseen un ídolo ante el que hincar la rodilla y hacer la ola pare rendirse sin condiciones. Toda la parafernalia y la tramoya brilla en una exageración barroca para que aparezca como un deus ex machina haciendo milagros u otras cosas más visibles y tentadoras.
No conozco su trayectoria vital, y supongo que, como todos, tendrá sus debilidades y sus deficiencias. Pero se mueve bien en el escaparate y al menos sabe disimular bien sus tentaciones de divismo. En la medida en que se conduce como un ciudadano “normal”, me produce satisfacción, pues creo que sirve de ejemplo para muchas personas, para casi todas las personas, pues casi todas se van a quedar en el camino y nunca van a poder alcanzar éxitos como los suyos en la vida. Y, sin embargo, lo sienten como uno más, como uno de los suyos y entre ellos mismos.
¿No pueden estar por encima de todo el sentido común y la buena voluntad, el entender que cada uno posee cualidades diferentes, que el esfuerzo produce recompensas pero que las cualidades no son en todos las mismas, que cada cual tiene un sitio en la comunidad y todos son importantes y que nunca el éxito personal debe hacernos apartar de la conciencia de que el éxito dura lo que dura y nada más?

Si algún día Nadal pierde estas cualidades de normalidad, sus excelentes dieces se convertirán en suspensos. Ojalá no ocurra nunca. 

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