En nuestra cultura, el número diez es
el de la excelencia, el de la perfección, el del resultado más favorable, el de
la admiración, el de la recompensa.
Estamos en días de fin de curso y las
notas se miden también en la escala que llega hasta el diez. Cuando se alcanza,
todo es satisfacción y alegría, contento y hasta orgullo.
Pero los cursos no solo son
académicos; lo son de todo tipo: económicos, deportivos…
Ayer Rafael Nadal (tal vez el
mejor deportista español de todos los tiempos) alcanzó el final de un ciclo que
engloba nada menos que diez veces la excelencia en el deporte del tenis en
tierra batida. Diez veces diez en París. Matrícula de honor por unanimidad.
Enhorabuena.
Hay algo más importante que lo
estrictamente deportivo y estoy seguro de que muchos querrían felicitar a Nadal
no tanto por sus trofeos como por todo lo que propicia el contexto en el que se
producen. Yo me encuentro entre ellos.
Un deportista de élite no es más que
un ser humano dotado por la naturaleza con unas condiciones especiales, que ha
procurado desarrollar con su esfuerzo. Hay muchas personas que, con el mismo
esfuerzo o con más, nunca podrían conseguir los mismos resultados. De modo que
la admiración, solo en su justo punto, sin cicatería pero también sin
aspavientos.
Además, existen talentos de muchos
tipos, con extraordinarios esfuerzos incluidos y resultados fantásticos para la
comunidad, que se diluyen en el olvido y en la nada.
Nuestro mundo es un mundo de
escaparate y de pasarela. Sin tener nada para vender y sin poner un puesto en
el mercadillo correspondiente no eres nada. Así andamos y ejemplos los puede
poner cualquiera.
Entonces, ¿en qué la excelencia de
Nadal? Yo no se la veo tanto en la manera de practicar deporte ni en los
trofeos conseguidos como en su comportamiento ante los demás. Él es un
vencedor, y nuestra escala de valores común casi le exige sacar pecho por la
calle; los propagadores y comentaristas deportivos promueven su alabanza y casi
su idolatría; los espectadores del circo poseen un ídolo ante el que hincar la
rodilla y hacer la ola pare rendirse sin condiciones. Toda la parafernalia y la
tramoya brilla en una exageración barroca para que aparezca como un deus ex
machina haciendo milagros u otras cosas más visibles y tentadoras.
No conozco su trayectoria vital, y
supongo que, como todos, tendrá sus debilidades y sus deficiencias. Pero se
mueve bien en el escaparate y al menos sabe disimular bien sus tentaciones de
divismo. En la medida en que se conduce como un ciudadano “normal”, me produce
satisfacción, pues creo que sirve de ejemplo para muchas personas, para casi todas
las personas, pues casi todas se van a quedar en el camino y nunca van a poder
alcanzar éxitos como los suyos en la vida. Y, sin embargo, lo sienten como uno
más, como uno de los suyos y entre ellos mismos.
¿No pueden estar por encima de todo
el sentido común y la buena voluntad, el entender que cada uno posee cualidades
diferentes, que el esfuerzo produce recompensas pero que las cualidades no son
en todos las mismas, que cada cual tiene un sitio en la comunidad y todos son
importantes y que nunca el éxito personal debe hacernos apartar de la
conciencia de que el éxito dura lo que dura y nada más?
Si algún día Nadal pierde estas
cualidades de normalidad, sus excelentes dieces se convertirán en suspensos. Ojalá
no ocurra nunca.
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