Valle Inclán hizo famosos los espejos del Callejón del Gato
en sus no menos célebres esperpentos, esa presentación descarnada de la
realidad de su tiempo. Allí siguen existiendo plantados los espejos -aunque no
sean los mismos-, para distracción y para comprobación inmediata en cada uno de
los que a ellos se asoman de que su figura se alarga o se encoge, se agranda o
se aminora, según la perspectiva y el ángulo de luz.
Me sigue pareciendo una metáfora feliz de la distorsionada
realidad que vive esta piel de toro que llamamos España, que ya no sé si
llamarla toro, buey o vaquilla; o acaso mezcla de los tres pues para todo sirve
y para nada encaja. Todo se despelleja y todo se trocea, como si una fuerza
centrífuga bajada del misterio empujara con furia hacia ninguna parte. Ya ni el
nombre concita la concordia y parece que huimos de él para diluirlo en el
Estado y otros nombres que eviten la vergüenza y el contagio. Qué pena.
La imagino mirándose son calma en el espejo y dándose de
bruces repetidas contra el cristal de enfrente. Y no la acabo de ver como toro
bravo que empuja con nobleza y arremete contra el rojo mandil de la injusticia.
Pero tampoco sé si como buey que amansa su mirada contra el suelo y vela el
horizonte, quedándose en la calma, como lelo, dejándose pegar y dándose tan
solo a la costumbre. Me semeja mejor una vaquilla, toreada por todos, acudiendo
perdida al engaño continuo, apaleada por todos, aturdida y exhausta, con ganas
de tenderse sobre suelo y dejarse perder en el olvido.
No soy hombre de toros ni me gusta la realidad cambiada y
retorcida. Pero hoy miro la estampa del Callejón del Gato y veo todo deforme y
alterado, con fuerzas que se enfrentan y no se dan la mano, con argucias al
plato en el menú del día, con tretas que persiguen sacar mejor tajada. Es la
ley que se va de vacaciones, es comprobar la grieta de todo el sistema de pesas
y medidas, es jugárselo todo a par y rojo en la ruleta rusa del egoísmo, es no
ordenar la calma y el sosiego, es deformarlo todo y verse hecho un fantasma y
un guiñapo, es marcharse de allí con el hastío y un poso de impotencia y de
tristeza.
¿No habrá de renacer otra esperanza de nueva primavera?
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