Sobre un altozano y a la vista de todo el que quisiera mirar,
se alzaba la casa recién terminada. Apenas le faltaban los arreglos del jardín:
tan solo unos rosales tiernos y el césped ya nacido. Lo demás era oro a
mediodía y luz radiante cuando, al atardecer, el sol reverberaba en las
paredes.
Poco a poco lo fue llenando el aire, una brisa que tomó para
ella las habitaciones más al norte. En ellas se escondía cuando no tenía
encargos y la calma era todo. Al amanecer solía salir de paseo, a orear y dar
vida a los contornos y a fustigar el parón en el que la nada era la reina y la
armonía.
La lluvia fue el siguiente huésped de la casa. Llegó con la
mañana, en un día gris de otoño. Asomó por el cerro y anunció su presencia con
calma y con sosiego, con gotas diminutas y constantes. Después se desató en
tormenta furiosa y asustante; todo la contempló como sin fuerza para reaccionar
ante su golpeteo insistente. Naturalmente, se hizo dueña del piso superior y de
los sótanos. Algunas noches se la oía discutir consigo misma, golpeando sin
tregua el piso.
Después llegó la soledad y con ella el miedo. Vino con velo
negro y al amparo de las últimas luces de la tarde. No traía acompañantes y
caminaba lenta y en silencio. Nadie salió a su encuentro y los pájaros cesaron
en sus cantos cuando la vieron cerca. Entró por la puerta del garaje y ni
siquiera empujó la cancela. Se instaló en el piso principal, pero pronto
recorrió todos los rincones ahuyentando todo y separando espacios.
Con el paso de los días y de los meses, fueron llegando huéspedes
al interior de la casa solitaria. Llegaron crucifijos, maletas vacías, puertas
que se almacenaban en el jardín, algunos cuadros, y un loro que cantaba a todas
horas una sinfonía ronca y huraña.
Cuando llegué yo paseando, pensé que allí había de
encontrarme con algún vecino nuevo que podría satisfacer mi necesidad de compañía.
Atravesé el jardín y me detuve a contemplar la luz de la fachada. Después llamé
a la puerta y me respondió el silencio. Levanté la mirada hacia lo alto y del
tejado se descolgaron muchas gotas de lluvia como si fueran lágrimas de un
lloro celestial. De repente, se movió el aire y salió por las ventanas a darme
su saludo y a invitarme a pasar hasta los aposentos de la casa. Dentro solo
encontré el silencio y un calendario roto por su primera página.
El tiempo, pensé, ¿dónde está el tiempo, que ordena la
postura de los objetos y los hace cambiantes y precisos, que nos enseña en
ellas que somos nosotros y solo nosotros la única medida de las cosas?
Del fondo de la sala, rompió un rumor y un eco. Era la voz de
alguien que venía a dar sentido al tiempo. El eco sonaba a tu palabra, al sabor
de tu saliva y a tus labios. Acaso fueras tú, pero cruzaste con presura y
desapareciste. La casa se encendió, el aire y el agua bailaron por la tarde en
el jardín. La soledad dejó sus aposentos y decidí quedarme para entender si el
eco era algo cierto y en sus notas podía descansar de mi fatiga.
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