sábado, 8 de diciembre de 2018

TRES INVENCIONES



Con frecuencia se hacen conjeturas acerca del mundo de la lectura. Aunque sea en forma, lugar y tamaño de tercera o cuarta categoría, los medios de comunicación suelen dejarle un rinconcito a este asunto: describen estadísticas, aconsejan libros, publican críticas… Siempre detrás de cualquier pequeño eco cinematográfico y a años luz del más mínimo hecho deportivo, claro. A veces se anuncian talleres de escritura; pero esto es ya negocio de particular juicio, y a ellos se acercan o acceden solo algunas inmensas minorías.
Con independencia de que el número de lectores sea mayor o menor, o de que los que leen lo hagan con intensidad o de cuando en cuando, lo cierto es que, en la creación, además del lector, interviene el creador, y no estaría de más que aquel conociera al menos los mimbres esenciales con los que opera el escritor: las lecturas se harían más provechosas.
Desde la segunda mitad del siglo diecinueve, vivimos en el reino de lo que genéricamente llamamos novela. Hoy compite con la variante reflexiva que llamamos ensayo. La poesía es leída por menos gente, aunque creo que los que la leen lo hacen con fruición, y el teatro se concibe para ser visto en el escenario.
Tal vez se piense que la situación de cualquier creador es la misma. Y no es cierto. Tanto el novelista como el autor de teatro o el poeta trabajan con el mismo material: con la palabra; pero el camino es diferente. Y el lector tiene que saberlo.
El poeta tiene que desnudarse a sí mismo. No es necesario que lo haga de una manera literal ni real, pero tiene que fingir que es así. Las palabras de Pessoa son reveladoras: poeta, perfecto fingidor. Si el proyecto vital resulta paralelo al poético, entonces la sinceridad no tiene que amarrarse: se desborda ella sola. No obstante, ese paralelismo no se produce siempre ni tiene por qué producirse. Pero el mundo de la poesía, ay, hiere a menos lectores. Otro día le dedicaremos unas líneas más expresivas.
¿Y el novelista? Es el referente más común en nuestros días. El novelista tiene una labor triple con su imaginación porque necesita conseguir tres invenciones.
 La primera es la de descubrirse e inventarse a sí mismo; tiene que hacer el traslado de ser humano y real a ser creador, a autor de la novela. En esa labor de dios menor, inventa personalmente el mundo que crea.
La segunda es la de inventar la tradición literaria. El novelista actualiza siempre un tema desde un prisma diferente y original. Esa visión distinta afecta no solo a la novedad, sino que puede alterar la manera de releer la tradición, las obras anteriores, hasta encontrar en ellas nuevas aristas y aspectos innovadores.
La tercera es la de inventar a sus propios lectores. Cuando da la obra a la lectura, ofrece una visión distinta de la realidad; enseña a sus lectores a leer una vida o una historia de manera diferente a como lo han hecho otros novelistas. Porque lo novedoso no son los hechos sino la manera de engarzarlos y de urdirlos; lo diferente no es la historia sino la manera de contarla.
En estas tres misiones se consume el trabajo del buen novelista. Saberlo y compartirlo no es poca cosa: nos proporcionaría una lectura más gozosa y de más provecho.
Cualquier libro esconde un buen tesoro; pero saber descubrirlo es otra aventura que nos espera. Los libros guardan el valor de las palabras, la mejor forma que poseemos para conocernos a nosotros mismos para poder sobrevivir y mejorar.

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