Con frecuencia se hacen conjeturas acerca del mundo de la lectura.
Aunque sea en forma, lugar y tamaño de tercera o cuarta categoría, los medios
de comunicación suelen dejarle un rinconcito a este asunto: describen
estadísticas, aconsejan libros, publican críticas… Siempre detrás de cualquier
pequeño eco cinematográfico y a años luz del más mínimo hecho deportivo, claro.
A veces se anuncian talleres de escritura; pero esto es ya negocio de
particular juicio, y a ellos se acercan o acceden solo algunas inmensas
minorías.
Con independencia de que el número de lectores sea mayor o menor, o
de que los que leen lo hagan con intensidad o de cuando en cuando, lo cierto es
que, en la creación, además del lector, interviene el creador, y no estaría de
más que aquel conociera al menos los mimbres esenciales con los que opera el
escritor: las lecturas se harían más provechosas.
Desde la segunda mitad del siglo diecinueve, vivimos en el reino de
lo que genéricamente llamamos novela. Hoy compite con la variante reflexiva que
llamamos ensayo. La poesía es leída por menos gente, aunque creo que los que la
leen lo hacen con fruición, y el teatro se concibe para ser visto en el
escenario.
Tal vez se piense que la situación de cualquier creador es la
misma. Y no es cierto. Tanto el novelista como el autor de teatro o el poeta
trabajan con el mismo material: con la palabra; pero el camino es diferente. Y
el lector tiene que saberlo.
El poeta tiene que desnudarse a sí mismo. No es necesario que lo
haga de una manera literal ni real, pero tiene que fingir que es así. Las
palabras de Pessoa son reveladoras: poeta,
perfecto fingidor. Si el proyecto vital resulta paralelo al poético,
entonces la sinceridad no tiene que amarrarse: se desborda ella sola. No obstante,
ese paralelismo no se produce siempre ni tiene por qué producirse. Pero el
mundo de la poesía, ay, hiere a menos lectores. Otro día le dedicaremos unas
líneas más expresivas.
¿Y el novelista? Es el referente más común en nuestros días. El
novelista tiene una labor triple con su imaginación porque necesita conseguir
tres invenciones.
La primera es la de descubrirse
e inventarse a sí mismo; tiene que hacer el traslado de ser humano y real a ser
creador, a autor de la novela. En esa labor de dios menor, inventa
personalmente el mundo que crea.
La segunda es la de inventar la tradición literaria. El novelista
actualiza siempre un tema desde un prisma diferente y original. Esa visión distinta
afecta no solo a la novedad, sino que puede alterar la manera de releer la
tradición, las obras anteriores, hasta encontrar en ellas nuevas aristas y
aspectos innovadores.
La tercera es la de inventar a sus propios lectores. Cuando da la
obra a la lectura, ofrece una visión distinta de la realidad; enseña a sus
lectores a leer una vida o una historia de manera diferente a como lo han hecho
otros novelistas. Porque lo novedoso no son los hechos sino la manera de
engarzarlos y de urdirlos; lo diferente no es la historia sino la manera de
contarla.
En estas tres misiones se consume el trabajo del buen novelista.
Saberlo y compartirlo no es poca cosa: nos proporcionaría una lectura más
gozosa y de más provecho.
Cualquier libro esconde un buen tesoro; pero saber descubrirlo es
otra aventura que nos espera. Los libros guardan el valor de las palabras, la
mejor forma que poseemos para conocernos a nosotros mismos para poder
sobrevivir y mejorar.
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