EL VALOR DE LA COSTUMBRE
Decía
el clásico que cada día tiene su afán.
¿Quién puede negar tal cosa? Sin ese afán, cada fecha del calendario sería
intercambiable y todo se convertiría en algo homogéneo, de manera que nos
llevaría probablemente a una monotonía insufrible. Tal vez lo que no resulte
tan sencillo es interpretar correctamente semejante afirmación.
¿Cómo
ha de concretarse ese afán?, ¿en qué intensidad hay que colocarlo para
hallarnos satisfechos?, ¿tiene que ser totalmente novedoso?, ¿hay que partir
cada mañana de cero y descubrir cada uno su mediterráneo particular? Ufffff.
Otro montón de dudas.
Comenzamos
ya unas fechas que parecen marcar un cambio de costumbres en las comidas, en
los horarios y hasta en los ritmos de trabajo. Otro afán diferente. Pero ¿no es
otra imposición más, que vendría a repetir el mismo afán de cada año y la misma
costumbre cada fin y principio de año?
A
uno le sigue gustando la magia de lo novedoso en cada amanecer y en el
transcurso de cada día, pero tampoco entiende ya del todo que cada vez que
llega la luz haya que crear el mundo. Será la edad. O la falta de luz del
invierno. O tal vez el gustillo al sillón y a esas cosas que no tienen mucho
sentido en apariencia, pero que van sazonando, en la dulce caricia de la
repetición, las horas de cada día.
Salir
todos los días a inventarse el mundo y a comérselo puede producir también
alucinaciones, empachos e indigestiones. De vez en cuando, pensar lo más
mostrenco también produce satisfacciones, y comerse unos torreznos en el campo,
sin más, sienta de maravilla. Incluso a costa del colesterol.
Llegan
fiestas en las que el poder de la costumbre se alza por encima de los
descubrimientos y de los esnobismos. Pues también habrá que saberles sacar su
encanto, que de todo este material está
hecho el ser humano.
Ayer
me contaban que en algún restaurante ya estaba todo reservado para la cena de
Nochebuena y para la comida de Navidad. Cada uno sabrá cómo organizarse: tiene
todo el derecho a hacerlo. También lo tienen aquellos que repiten la costumbre
de la intimidad familiar, el caldo de siempre y el brindis de rigor. No
descubren nada especial, repiten lo de siempre; pero tampoco tienen espíritu de
aventureros. Y no se les ve mala cara.
Y
me lo cuento yo, que ando cada día expurgando alguna idea que me dé de comer
mentalmente. No me lo tengáis en cuenta.
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