LA VIDA COMO INOCENTADA
Anda uno
estos días como recogiendo velas, como plegando (que plegar es lo mismo que
llegar y eso es lo que hacían los marineros al llegar a puerto: ya veis qué
origen tan bonito tiene nuestra palabra llegar) las sábanas de la imaginación
para juntar los recuerdos del año y así hacer borrón y cuenta nueva con el
comienzo de otro, que ya se atisba en el horizonte. Hacer esto precisamente el
día de los inocentes le da un giro especial, pues no puede uno sustraerse de
recordar algunas de las inocentadas que nos ha dejado este último año.
Tengo
para mí que la principal de todas es la de dejarnos vivir un año más. Porque ¿esto
qué es?: ¿es un regalo?, ¿es una inocentada?, ¿es una ilusión?, ¿es un
desengaño?, ¿es un peldaño más?, ¿es un peldaño menos?, ¿es una etapa que mira
hacia atrás o hacia adelante? En todo caso, sea lo que sea, es evidente que es.
¿O ni siquiera de esto podemos estar seguros?
Siempre
hemos pensado que las inocentadas nos las daban los demás a nosotros o nosotros
a los demás, en un camino de ida y vuelta en el que el engaño se hacía dueño de
todo. Y algo así sigue sucediéndose en toda esa riada de hechos que se han
producido en una dirección que tal vez no nos hubiera convenido o alentando una
serie de esperanzas que luego no se han visto cumplidas.
Resulta
muy sencillo y facilón echar la culpa a los representantes públicos de estos
hechos fallidos, de estas inocentadas. Y buena parte de verdad habrá en ello. Pero
me parece que olvidamos con demasiada frecuencia el cúmulo de inocentadas que
nos hacemos a nosotros mismos y que nos disculpamos con mayor facilidad que la
que lo hacemos con las que nos llegan de fuera.
Creo que
contra las inocentadas que nos imponen tenemos menos que hacer que contra las
que nos regalamos a nosotros mismos. Resulta más sencilla la enumeración de
aquellas que nos afectan a todos que la de aquellas que nos tocan directamente
a cada uno y solo a cada uno. La lista de las primeras resulta más sencilla y
hasta es pública; la lista de las segundas es más interior y más personal. Que
cada cual haga la suya en estos últimos días del año.
Yo debería
hacer la mía y en ella reconocerme como un ser engañándose a sí mismo con
frecuencia, como persona débil y atenta más al egoísmo y a la supervivencia que
a hacer frente a las cosas de cara y a pecho descubierto. En fin, humano,
sencillamente humano. Debería también saber jerarquizar los hechos y ordenarlos
de mayor a menor, para quedarme con lo que tiene importancia, dejando un poco
de lado lo menos importante, que es casi todo. Así, haciendo escalas y pirámides,
escalonando hechos, reconociendo errores e inocentadas, salvar lo que
permanece, si es que permanece algo. Y, con todo ello, entender que he vivido
un año más, que el tiempo me ha dado otro respiro entre sus brazos. No sé si,
en el fondo, como la mayor inocentada de todas las vividas este año.
No creo
que sea malo precisamente que el ser humano se engañe a sí mismo. Tal vez la
vida no sería posible sin esos pequeños engaños. Pero hay que engañarse
sabiendo que uno se está engañando. No es ningún juego de palabras. La
supervivencia lo exige, la compasión lo entiende, la razón y el sentido común
lo perdonan. Yo también.
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