Me prometo no dedicarle muchas entradas a la lectura del Quijote. Simplemente porque no son sistemáticas: si lo fueran tendrían que ser seguidas y relacionadas. Pero no puedo por menos de demorarme un ratito más en alguna de las mil sensaciones y extrañezas que me produce su lectura.
Don Quijote es el prototipo de muchísimas cosas, pero una de las que más lucen y brillan es la de aparecer como modelo de caballero enamorado. Son numerosas las muestras que nos ofrece de su forma de entender el amor. Hay diversas teorías acerca del amor. Tal vez la más reconocida es la platónica representada en los pastores Grisóstomo y Marcela. O la más natural y campechana de Sancho con su mujer. O la más neutra de los duques, o las que se urden en las novelas intercaladas…
Pero hay una que me llama un poco más la atención. La protagoniza el propio caballero.
Estamos aún en la primera parte de la inmortal obra. Sancho vuelve con el cura y el barbero a buscar al caballero, que sigue en la sierra haciendo penitencia. Con ellos están también ahora Dorotea y Cardenio. La moza lozana y guapísima se ha prestado a representar el papel de la princesa Micomicona y ha dejado al caballero preso en su promesa de acudir a ayudarla antes que comenzar ninguna otra aventura nueva. Y vuelven de la sierra, camino del reino africano de Micomicón donde había de derrotar al gigante Pandafilando de la Fosca Vista (un nombre más de la legión sabrosísima que saltea las páginas del libro).
Se apartan un tanto don Quijote y Sancho y el caballero comienza su batería de preguntas acerca de Dulcinea, a la que Sancho tendría que haber visitado con la carta del caballero: “¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía la carta? ¿Quién te la trasladó?”
Y ahí comienza el tormento de Sancho quien, a diversas preguntas ilusionadas del caballero, va respondiendo lindezas como estas:
“A decir verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.”
“No la hallé (a Dulcinea) sino ahechando dos fanegas de trigo en un corral de su casa.”
“Cuando yo se la iba a dar, ella estaba en la fuga del meneo del trigo y díjome: “Poned esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que no acabe de acribar todo lo que aquí está.”
“Sentí un olorcillo algo hombruno, y debía ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.”
“No la leyó (la carta) porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó y la hizo menudas piezas…”
“Ahora solo se debe de acostumbrar a dar u pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea por las bardas de un corral.”
Y las mentiras continúan sin descanso.
Recordar que estamos ante un caballero andante y ante una ideal princesa plena de bondades y de bellezas, e imaginar que monta en cólera ante tamañas vulgaridades, ha de ser todo a un tiempo.
Pues no sucede tal cosa. Don Quijote aguanta todas las tarascadas y las transforma en equivocaciones o en encantamientos, como hace siempre, pero su ilusión, su enamoramiento, su embelesamiento con la figura imaginada de Dulcinea no decae ni en este contexto tan duro y limitador. Por ejemplo, ante las afirmaciones del escudero acerca del olor de Dulcinea, el caballero responde:
“No sería eso, sino que tú debías de estar romadizado o te debiste de oler a ti mismo, porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.”
Por eso y por todo lo demás, supedita la figura de la hermosísima Dorotea a la sumisión que le debe a su Dulcinea.
No intento ahora afirmar o negar acerca de mi gusto o mi desafección acerca de tal amor: la explicación se me haría muy larga; solo trato de recoger un ejemplo de constancia y de ideal al que se somete y en el que encuentra fuerzas nuestro caballero. Desde luego que don Quijote no tendría éxito ni en el Gran Hermano ni en los otros programas que pueblan nuestros medios de comunicación.
Cada cual sabrá y elegirá.
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