Cuando yo era un niño, When I was a child, When I was, many years ago, in illo tempore -ay, cómo pasa el tiempo, que es lo que siempre pasa-, había cada año una especie de redada religiosa que peinaba hasta el último de los pueblecitos de esta piel de toro. Los representantes de las distintas órdenes religiosas se encargaban de patear todos los caminos, de hablar con las fuerzas vivas de cada aldea y de dejar dispuesta la ida hacia algún centro religioso de lo más espigado de las escuelas rurales. Si lo sabré yo… Algo de ello cuento en mi novela “El manantial sonoro”.
Los padres de aquellos niños se ilusionaban con la posibilidad única de que sus hijos pudieran recibir enseñanza y educación en un colegio de ciudad. Después, Dios diría, que entonces estaba acaso menos callado que ahora. En realidad, los padres no abonaban una vocación ni nada parecido. No estaban para esas menudeces. Importaba poco el asunto religioso; lo que contaba era la posibilidad de que un niño perdido en el pueblecito pudiera “sacar cabeza” cuando fuera mayor. Los niños, por supuesto, no se enteraban de nada. ¡De qué se iban a enterar, si en su tierna edad solo conocían los estrechos territorios físicos y mentales de su niñez! Lo de las vocaciones, si es que surgía, se cultivaba después, en el ambiente de los seminarios y de los colegios. Y si no surgía, que era lo más común, pues se buscaba una forma, disimulada o no, de abandono y a correr por la vida desde otros parámetros menos eclesiales.
Pero no importaba demasiado porque el relevo estaba asegurado. La sociedad rural, la rígida moral religiosa, el ambiente político, el hambre y el general contexto social ponían a la cola a montones de aspirantes a tomar el relevo.
No es fácil medir en tantos por ciento la importancia de Dios y la importancia de la educación en aquellos momentos, pero es seguro que aquello de siervos de Dios y vocaciones rendidas, como mucho, era solo una parte del todo. Y no la más importante.
Después, ya se sabe. Los tiempos y las circunstancias cambiaron, las estructuras se modificaron y los conventos y seminarios se vaciaron. El relevo en monasterios y conventos se puede disimular mejor porque es menos visible, pero el de los curas diocesanos anda a la vista de todo el mundo. Por mucho que los curas mueran con las botas puestas y en su longeva ancianidad, por más que se acumulen parroquias en las mismas manos, por más que se deleguen funciones o se eliminen prácticas, ya no da el asunto ni para cubrir las apariencias imprescindibles.
La Iglesia española se desata ahora con anuncios y propagandas en busca de aspirantes para sacerdotes. Y los muy cachondos aprovechan la coyuntura laboral para recordar que esa es una profesión de empleo y trabajo seguros. Casi nada, con la que está cayendo. Como, además, las actividades, a primera vista, no parece que causen mal a nadie (casar, enterrar, decir misa, hablar del amor y de la no implicación social y política: ese chascarrillo que tanto seguidor tiene, por desgracia…), pues miel sobre hojuelas.
No estoy seguro de que, a pesar de ello, consigan invertir la tendencia. En realidad, este esquema ya se producía antes de la crisis. Me lo decía un amigo. "¿Dónde vas a encontrar un trabajo mejor si tienes ocupación segura para toda la vida, comida caliente siempre y además te prometen que ganas la vida eterna? Busca y compara, verás como no encuentras nada ni parecido. Y, si no, coteja con la situación de cualquier padre de familia, que no sabe cómo va a llegar a fin de mes, que tiene perdidos en medio de la noche a dos o tres hijos a los que espera con impaciencia porque no llegan hasta la madrugada y que no sabe cómo van a orientar su futuro. Ni comparación, muchacho."
En realidad, no es esto lo más importante. Lo esencial es acaso que, de nuevo, no es Dios la base de las decisiones sino un simple pretexto para que el ser humano vaya encajando su paso por la vida. Es, otra vez, la creación de un Dios a la medida del ser humano, la concreción de esa especie de necesidad de supervivencia acaramelada con alguna ilusión que permita seguir en pie.
Lo peor de todo, creo que con mucha diferencia, es no reconocerlo, hacer mundos y castillos en el aire y no saber que los creamos nosotros mismos y que se pueden derrumbar en cualquier momento. Y tal vez no pase nada por ello, acaso sea al menos un consuelo necesario.
Pero, vamos a reconocerlo con serenidad, vamos a hacernos más humanos… Y un poquito más sensatos.
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