jueves, 17 de mayo de 2012

SE LO PREGUNTARÉ OTRA TARDE



Defender la existencia, los derechos y la protección de todos los seres que componen nuestro mundo no significa exactamente reconocer que tienen los mismos horizontes ni las mismas posibilidades. Que un oriental no toque una hormiga no quiere decir que esta posea las mismas cualidades que el que no la debe pisar.
El ser humano posee, según creo, algunas posibilidades que no poseen los demás seres. Frente a los vegetales, posee el poder del movimiento, poder que comparte con los animales. Frente a los animales, posee la capacidad de pensar y, a través del pensamiento, de saber. El animal siente y percibe, y esos sentimientos y percepciones los expresa en sus movimientos y en sus gritos. Por encima de ellos, el ser humano es capaz de elaborar pensamientos y de expresarlos con el arma poderosísima, aunque imperfecta, del lenguaje articulado.
Leí no hace muchos días cómo los primitivos seres humanos utilizaron los gestos y la risa antes que el lenguaje para compartir experiencias con sus semejantes y para organizarse socialmente. Naturalmente, los gestos y la risa son más inmediatos, más instintivos y más universales, pero no poseen la elaboración ni la complejidad del lenguaje articulado. Tengo menos claro que a esos seres sin posesión del lenguaje, aunque sea en formaciones muy rudas, se les pueda dar el apellido de humanos. Más bien me parece que el milagro de los milagros, el hito definitivo que marca el salto último, el día de la fiesta general, la fecha de las fechas es la del momento en el que esos seres dieron con la piedra filosofal del lenguaje como algo articulado. Ese fue el milagro de los milagros.
Desde el lenguaje, el ser humano expresa y comparte la elaboración de sus pensamientos y aprende a almacenar y a poner en conserva su razón a través de la escritura, algo muy posterior y también absolutamente fantástico.
Entre esos conocimientos que el hombre puede aprender, se halla el de la experiencia de la muerte. En cuanto es consciente de ella, se convierte en un referente inevitable que articula toda la vida como camino hacia ella: la vida del ser humano es un ir muriendo constante.
Como no hay mal que por bien no venga, de esa se han librado los animales pues ellos no son conscientes de la muerte hasta que no la sufren, no pueden adelantar conscientemente su experiencia y, así, ojos que no ven, corazón que no siente. Por ello, sus divisiones temporales y espaciales obedecen no a criterios de razón sino a instintos o, en todo caso, a relaciones infinitamente menos elaboradas que las nuestras. Nosotros somos capaces de construir conceptos abstractos y no solo representaciones individuales, por eso elaboramos conductas razonadas y elaboramos la ciencia. Incluso somos capaces de conducirnos con relativa certeza, algo impensable para los animales. Sin hacernos demasiadas ilusiones, pues nuestra razón y nuestro grado de certeza llegan solo hasta darnos a conocer de alguna forma las cosas, pero sin la seguridad necesaria de que sea esa forma precisamente su esencia y verdad duradera. Lo que percibimos es su situación en el espacio, su continuidad en el tiempo y la causalidad que las explica para nosotros. Nada nos asegura que sea el conocimiento definitivo y esencial.
Pensaba algo de esto esta tarde sentado en mi terraza mientras un perro ladraba sin cesar desde un balcón cercano. No sabía si envidiarlo o compadecerlo. Como sus ladridos se repiten muchos días, se lo preguntaré con más calma.

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